e acabó la pesadilla. Trump ha perdido las elecciones, la decencia y el sentido del ridículo, arrebatados por un venerable abuelito llamado Joe Biden, y la ayuda de un circunstancial aliado, el covid-19. A toro pasado, la pregunta que predomina sobre el turbio horizonte global es ¿cómo ha sido posible que un sujeto tan embustero, tramposo e irritante como Donald Trump lograra hacerse con las riendas de la Casa Blanca?

Quizá esta vez la respuesta no requiera consultar la densa bibliografía que circula en el mercado o en internet, con ensayos de Laclau, Rancière o el mismísimo Max Weber, sobre el fenómeno de los populismos. Trump, paradigma de la antipolítica, es ante todo un producto de la televisión en un mundo cada vez más subordinado a una pantalla.

Con una retórica de suburbio y la habilidad de un tahúr, este animador de concursos de mises y empresario de chanchullos inmobiliarios, en realidad no tenía previsto entrar en la carrera por las presidenciales norteamericanas, hasta que su destino se cruzó con otro fanático del showbizz televisivo, más peligroso que Nerón con una tea en la mano, Roger Ailes.

Sus biografías convergen en el intricado nudo del controvertido siglo XXI, cuando el mundo empezaba a sentir bajo sus pies el seísmo financiero de los bonos basura y la incertidumbre ante los retos globales, para los que nadie parecía estar preparado: crisis migratorias, terrorismo yihadista, emergencia climática, regreso de los monoteísmos, pandemia... Pero para entonces, Ailes llevaba una ventaja de décadas, dominando el ring mediático-político desde los lisérgicos años 60. Como joven productor en la jungla de los programas de entretenimiento en TV locales, su voluminosa figura empezaba a despuntar por su estilo transgresor y políticamente incorrecto, que muy pronto le granjeó tantos adictos como enemigos se la tenían jurada.

Richard Nixon, entonces un anodino candidato en pugna con Lyndon B. Johnson por las presidenciales de 1967, fue invitado al programa de Ailes. Nixon, escéptico y provinciano hasta la médula, no tenía muy claro que ese invento de la televisión fuera a servirle de algo. El joven Ailes, fiel a su estilo, le soltó sin paños calientes: "Si no cree en la televisión, jamás llegará a ser presidente". Puesto en guardia, Nixon no tuvo más remedio que aceptar el reto, y el novato aspirante ganó las elecciones de 1969 a la Casa Blanca. No pasó mucho tiempo sin que Roger Alies se convirtiera en su oráculo de cabecera, no solo de Richard Nixon, también de otros presidenciables republicanos que aspiraban a medir el mundo desde el Despacho Oval, como Ronald Reagan, George W. Bush o el mismísimo Donald Trump.

Dicho eso, ¿dónde residía el estilo zafio, bravucón, pero eficaz de Ailes? En una sociedad decepcionada y cada vez más dependiente de las tecnologías audiovisuales (aún no existían las redes sociales), el secreto se basaba en algo tan simple como efectivo, la teoría del foso de la orquesta: en el escenario de un teatro hay un debate entre dos expertos en geopolítica. Uno de ellos anuncia en tono enfático que acaba de dar con la solución para erradicar el hambre en el mundo. El otro, cegado por las luces del teatro, como Sabina en el WiZink Center, tropieza y cae al foso de la orquesta. ¿Cuál de los dos saldrá al día siguiente en todos los medios?

Ese es el truco. Qué más da la trascendencia de la noticia, lo que importa es el espectáculo, aunque éste sea a costa de un desafortunado accidente. Ailes hizo bandera del sensacionalismo populista, y ese credo fue el que ejerció con mano de hierro como estrategia de confrontación política en su nueva cadena, la Fox News, baluarte del periodístico de charcutería. La verdad, el rigor, la ética profesional o la vergüenza torera eran principios que el magnate audiovisual despreciaba por no ser una mercancía rentable. Por el contrario, lo que Ailes ofrecía a sus complacidos televidentes era lo que éstos querían ver: vísceras, trapos sucios, patadas contra el establishment de Washington (léase lobby demócrata), falsedades, fullerías, excesos, napalm desinformativo€ y todo anunciado en prime time por despampanantes venus rubias, algunas de ellas exconejitas de Playboy (que acabarían llevándolo a los tribunales bajo acusación de acoso). Cualquier idea, por peregrina que fuera, se aceptaba si cumplía la regla de oro de la cadena: engordar la audiencia de la Fox, aunque la noticia fuera falsa, engañosa o lunática. El fin justifica los medios, decía Nicolás de Maquiavelo. Si el florentino conociera hoy día el magma tóxico que circula por las redes sociales, probablemente se retractaría de su máxima.

Una excelente miniserie, La voz más alta (The Loudest Voice), y una aceptable película, El escándalo (Bombshell), relatan la tramoya de esta pestilente historia, la de los últimos días de Roger Ailes a los mandos de la Fox, haciendo de la campaña presidencial de Donald Trump un espectáculo sensacionalista para consumo de una audiencia desnortada y enfrentada al sistema por la vía del rencor y la confrontación polarizada.

Alumno aventajado de Ailes, Trump supo galvanizar esa facundia corrosiva aprendida de su padrino, adaptándola con el paso del tiempo a una tecnología más barata, rápida y capilarizada por la piel de todo el país, para descargar sus homilías incendiarias desde el púlpito de Twitter. Para ello, el todavía presidente de los EEUU se valió de las emociones y del añejo orgullo nacional para confeccionar una ofensiva simplista, aunque poderosa en términos electorales, dirigida principalmente a un sector de la población desengañado, alejado de la metrópoli e indefenso ante los bruscos giros de la imparable globalización, el de los White-trash (escoria blanca), esa masa social anglosajona que en sus buenos tiempos lideró la potente industria de la automoción del norte del país, o esos que, desde el south y mid-west, aún sueñan con volver a la épica de la frontera, vestigio que, con la bandera en una mano y el rifle de repetición en la otra, solo se sostiene en las viejas películas de John Ford o en las páginas de Steinbeck y Faulkner. El problema es que ese colectivo heterogéneo e intergeneracional acapara casi la mitad del resultado de la pasada cita electoral.

El mapa norteamericano, con sus estados primorosamente pintados en rojo y azul, es una nítida radiografía del malestar que padece el país, y sin duda un síntoma de la salud que alberga el planeta. Mientras Trump juega al golf en Virginia, el mundo entero mira a Joe Biden para salir de la ciénega. Y éste, con fervor católico, se encomienda a la vacuna de Pfizer para que el infortunio de la pandemia vuelva a ponerse de su lado.