yer se celebró otro día internacional de los que rellenan, casi siempre con más pena que gloria, el calendario anual. Pero no creo que fuera otro más. Era el Día de la Infancia, y eso son -o debieran serlo al menos- palabras mayores. Se trata del futuro de la humanidad y ni siquiera parece que a eso tan importante le dediquemos la atención mínima. Han transcurrido 128 años desde que las educadoras Kate D. Wiggin y Nora A. Smith esbozaran la primera aproximación a los derechos de los niños y niñas en su obra Children s Right y poco más de tres décadas desde que, en 1989, Naciones Unidas tradujera esa inquietud a los 54 artículos de la Convención sobre los Derechos de la Infancia. El tratado internacional más suscrito (195 países) no debería ofrecer áreas de sombras en cuanto a la protección de la infancia, al menos en lo que se denomina sociedades avanzadas. Sin embargo, incluso en nuestro entorno, existen y precisan todavía de concienciación social y de intervención institucional decidida. Así, por ejemplo, si el artículo 27 de la Convención reconoce el derecho de todo niño y niña a un nivel de vida adecuado para su desarrollo físico, mental, espiritual, moral y social, aún hoy en Navarra un 11% de los menores de 16 años sufren carencias que se definen como pobreza real. Y si el artículo 19 obliga a proteger al niño contra toda forma de perjuicio o abuso físico o mental, descuido o trato negligente, malos tratos o explotación, incluido el abuso sexual, en Navarra todavía se producen anualmente varios cientos de casos de maltrato infantil. Las organizaciones de defensa de la infancia insisten en que los logros de la paulatina reducción de las situaciones de vulnerabilidad infantil no deben ocultar su persistencia -tampoco las nuevas formas del problema-, que en su vertiente socioeconómica se agudiza en virtud de los ciclos de crisis. Ni reducirlo a la arista que ahora lo relaciona con la inmigración, cuya fragilidad la hace más visible pero también más tergiversada. Y mucho menos trasladar sus límites a los ámbitos geográficos de menor desarrollo, pese a que en ellos se agudicen las carencias infantiles. Como la misma Convención afirma desde hace tres décadas, todavía "en todos los países del mundo hay niños que viven en condiciones excepcionalmente difíciles y necesitan especial consideración". Recordarlo un día al año es muy poco para todo lo que hay en juego. La relación entre los adultos y los menores debe ser entendida en dos direcciones: la responsabilidad respecto a los propios hijos o a los menores que les son confiados, y la responsabilidad universal de los adultos sobre el bienestar de la infancia y el respeto a sus derechos. Es necesario insistir en aquellos objetivos originarios ante su evidente incumplimiento: decenas de millones de niños y niñas siguen muriendo cada año de hambre o enfermedades curables, son explotados laboral o sexualmente o utilizados como carne de cañón en guerras de interés económico o de fanatismo religioso, cuando no masacrados en bombardeos indignos. Es preciso que los adultos asuman su obligación de construir un mundo en el que todos podamos vivir. Y eso comienza por aportar a nuestros hijos e hijas una educación en valores de convivencia como la paz, la tolerancia, el respeto a la naturaleza y el consumo responsable, la justicia y la solidaridad. Para que no sigan sufriendo o muriendo millones de niñas y niños.