tenor de lo acontecido, saber que queremos solucionar la crisis pandémica es tanto como afirmar que el conocer lo que es el dinero implique el poseerlo. Y si no fuera por aquel tomasino, protoescéptico, ver para creer, todos estaríamos conformes en espera de toparnos con una más o menos milagrosa solución. Creer y desear son dos expresiones que definen la intencionalidad. Es decir, aquello que por el momento es irreducible a una formulación de carácter científica o algorítmica, como por ejemplo creer en, y desear la libertad. La clase política lo debiera tener muy claro, y a la hora de jugar con nuestras vidas, plantear el debate en el terreno de la cruda realidad donde el movimiento pendular no es tanto entre la inexistente, dicotómica, polaridad establecida por el sistema de economía y salubridad, un monismo que tiende hacia la retroalimentación avanzando como si fueran montados en un tándem en pro de una finalidad, bien sea cuesta arriba o cuesta abajo, cuanto entre los diferentes modos de la pluralidad existencial insertos en sus, para la misma clase, tuteladas sociedades.

Algo que en absoluto nos es lejano en la experiencia de esa nueva normalidad anunciada como si de un retorno se tratase, aunque se olviden de decirnos en qué dirección se encamina; si hacia aquella de la promesa libertaria o, contrariamente, hacia la de un sometimiento dictatorial. (Por cierto, cabe recordar aquí cómo la fina ironía del filósofo Dennett hacía la siguiente consideración en torno a las ventajas de un cierto cientificismo como el promulgado por determinado pensamiento: "El conductista tiene a su favor no ser anarquista ni revolucionario"). No acierto a saber con qué intención lo diría, si bien puede venir a cuento de una situación que amenaza con el desquiciamiento del común de los mortales por la progresiva devaluación de aquellos incentivos que hacen de la vida una experiencia, cuando menos, interesante. Pero, en este sentido, sirva, siquiera de acicate, la acertada reflexión de un higienista moderno, como en su día lo fuera Giovanni Berlinguer, al realizar la siguiente reflexión: "Quiero decir que la población deja de ser objeto pasivo de los fenómenos infecciosos para convertirse en protagonista de la curación, cuando se la convoca y organiza para actuar, cuando reconoce las enfermedades de cada uno como daños colectivos y sabe en qué momento luchar socialmente para cambiar las propias condiciones de vida". Y si para ello necesita aislarse, como lo han hecho otras naciones (Han pone el ejemplo de Japón), ello no es debido al uso de una malentendida libertad individual con la que contamos, del derecho a hacer en cada momento lo que nos venga en gana, sino a la decisión adoptada desde la propia colectividad, suma en todo caso de voluntades individuales, garante del bienestar comunitario. A eso que comúnmente oímos mencionar como actitud cívica.

Así, creer en la acción del gobierno, todo un acto de fe, es desear que el mismo adopte las decisiones más atinadas posibles orientadas a hacer frente a una eventualidad como la que vivimos, fundamentalmente con la creación de los medios necesarios contando con nuestra pertinente colaboración. No se trata aquí, por tanto, de ofender al pueblo amenazado por la pandemia, ya de por sí inclinado hacia el temor en la ineludible certeza de una finitud inaplazable que la enfermedad nos acerca, haciéndole responsable único de la inoperancia del sistema para afrontar tal desafío, cuanto en tomar a tiempo, oportunamente, las medidas que persuadan la convicción de todo ciudadano en la necesidad de apoyarlas. Una acción pedagógica que requiere el consenso previo de la representación política y no el sainete al que viene acostumbrándonos en cualquiera de los foros del debate participado por la política institucional. Excepción hecho de determinadas acciones puntuales.

Por otro lado, si acaso creyéramos ciegamente en el ideologizado reduccionismo científico, en esa fe sobre la capacidad de la ciencia para resolver cualquier tipo de problema, ¿no estaríamos, a su vez, participando desde el descreimiento de una condición equiparable a la actitud seudo religiosa o, cuando menos, espiritual?

Markus Gabriel, en los prolegómenos de su ensayo Yo no soy mi cerebro, defiende previamente a cualquier otra consideración el que: "Estamos despiertos y por lo tanto conscientes; reflexionamos, tenemos sentimientos, esperanzas y temores: hablamos entre nosotros, fundamos estados, votamos a partidos, desarrollamos ciencias, producimos obras de arte, nos enamoramos, nos engañamos y somos capaces de saber cómo son las cosas. En resumen: los seres humanos somos -habrá de afirmar- seres espirituales". Para el que escribe esta condición no requiere necesariamente de dioses sino de la convicción sobre las capacidades propiamente humanas con sus más que evidentes limitaciones; de esa solícita creencia en algo parecido a la espiritualidad, consistente en la presencia de fenómenos que participan de la realidad que Brentano, el filósofo católico, mencionado en esta ocasión por el ateo Dennett, son muestra clara de inexistencia intencional, entre los que cuentan aquellos objetos de la volición, de la imaginación, del recuerdo, de la esperanza, poniendo a continuación el oportuno ejemplo siguiente: "Puedo imaginarme una esfinge, recordar a los muertos y esperar que surja una cura para el resfriado común, objetos que no existen, al menos al modo ordinario". Y en ésas, al parecer, estamos.

Una de las lecciones que debiéramos aprender de esta novedosa situación es aquella relacionada con el aserto popular de que no se deben poner todos los huevos en una cesta, al menos si queremos evitar la rotura de la mayoría de ellos tras el accidente o su contaminación. El aislacionismo al que sanitariamente somos sometidos tiene bastante del sentido común adquirido por situaciones históricamente contrastadas, participando de una misma lógica y de aquella otra por la cual se recomienda del mismo modo no tener una manzana podrida en el canasto de las sanas. Pero al poner estos ejemplos deberíamos ser conscientes de algo tan elemental como es el que se trata de objetos, que no de sujetos, puesto que el hombre cuando manifiesta intencionalidad, al decir de Brentano, "no puede querer sin querer algo, imaginar sin imaginar algo, esperar sin esperar algo". Y ese algo es el fruto de su creación física y espiritual.

El autor es escritor