oy nacida y criada en la bella y tranquila ciudad de Pamplona. Mis padres me regalaron desde que tengo memoria la condición de "dominguera", es decir, cada fin de semana y vacaciones nos íbamos con todos nuestros bártulos a la casa familiar de un pequeño pueblo del Pirineo navarro. La vida me ha llevado a vivir en la actualidad en esa maravillosa y antigua casa, y no es que vivir en un pueblo sea más fácil, cómodo, ni romántico, como algunos piensan, de hecho, hay que hacer algunos esfuerzos que no todo el mundo está dispuesto a realizar, ya que por mucho que se les llene la boca a los políticos de turno con el trabajo que realizan para frenar la despoblación, por aquí solo se les ve para posar en las fotos que después salen en los medios de comunicación. A pesar de todo, tiene ciertas ventajas, como la tranquilidad y estar rodeado por un entorno precioso, además de ser lo que en estos momentos quiero y necesito.

Cada fin de semana, festivo y vacaciones los pueblos se llenan de "domingueros", turistas y visitantes que dan de nuevo vida a las calles casi vacías. Personas en su mayoría encantadoras y respetuosas, que buscan un cambio de aires, desconectar del estrés laboral, reencontrarse con la familia, pasear por las calles empedradas, admirar las majestuosas casas, andar por las altas montañas y recorrer los tupidos bosques. Pero existe una ruidosa minoría de visitantes y turistas urbanitas que acuden a los pueblos creyéndose ecologistas, animalistas, naturalistas y por encima de todo superiores a los habitantes de los pueblos o como ellos denominan, "pueblerinos". Les molesta el canto del gallo, las boñigas de las vacas y su olor, el ruido de la cosechadora, el sonido del reloj de la iglesia, la bocina del camión de la carne y la fruta, y cualquier trabajo que realicen los vecinos. Llegan con sus opiniones y exigencias, tratando a los "pueblerinos" sin respeto, insultando su forma de vida y dándose aires de grandeza, sin percatarse de que el ganadero en su tiempo libre escribe poesía y pinta como el mejor artista, que el pastor de ovejas hace tiempo dejó encerrado su diploma de Derecho encerrado en un cajón, que el carpintero es un delicado ebanista, que los hosteleros son ávidos lectores, que las amas de casa son las mejores cocineras que te puedes encontrar, que el guarda forestal es un experto en mariposas y fauna, que la comerciante es una bióloga que fabrica sus propios productos, que la estanquera es una maravillosa escritora, que el agricultor posee tanto saber en su cuerpo como cereal en sus campos. Solo hace falta ser observador y asertivo para descubrir que todos y todas nos pueden enseñar grandes lecciones de vida, supervivencia y de historia. Tengo el honor de haber aprendido de mis vecinos a sembrar, cuidar y cosechar parte de mi alimento, a disfrutar de los pequeños detalles, a prescindir de muchas de las cosas innecesarias, se me ha dado la oportunidad de desarrollarme personal y profesionalmente, algo que en una ciudad sería más difícil. Por eso me indigna cuando llegan a los pueblos algunos indeseables sin escrúpulos que aparcan en las puertas de casas ajenas, con sus barbacoas dispuestos a quemar el monte porque según ellos es de todos y que tratan a los habitantes con poca o nula educación y respeto como si fueran sus sirvientes, sabiendo y exigiendo sus derechos, pero olvidando sus deberes y obligaciones. El mundo rural está repleto de personas sabias, capaces, trabajadoras, amables, cultivadas y cultas, a fin de cuentas, personas, que no se merecen que las traten de atrasados y estúpidos, de hecho, el mundo rural no necesita este tipo de turistas ignorantes. Pueden quedarse en su casa cerrando la puerta con llave y cerrojo porque estoy segura que en el mundo urbanita tampoco serán apreciados.

La autora es escritora, pintora, artesana y 'pueblerina'