stoy oyendo el estrépito del frontón, venido abajo, las mitades por un lao las mitades por otro: ¡Iru-joo, Ai-marr, Iru-joo, Ai-marr, Irujoo, Aimarr! Preciosos años para estar vivos, preciosos, aquella electricidad en el ambiente que si la conectabas a la línea te daba luz para alumbrar una ciudad pequeña. Aimar, el académico, Irujo el fuera de molde genial, acompañados por muchos, variados y excelentes pelotaris en su época pero a fin de cuentas ellos dos en la historia como protagonistas de una rivalidad en la cancha como pocas se recuerdan. Quien siga esto hace años sabe que soy y seré Irujista hasta que me muera, habida cuenta entre otras cosas de que nació en el pueblo de mi abuela y de mi madre y que veía su casa a 10 metros de la mía del pueblo, pero eso no obvia que Olaizola ha sido el pelotari más regular y eficaz que haya visto a lo largo de mi vida, tal vez porque a Retegi le pillé ya en sus últimos años y no había tanto seguimiento. Irujo impresionaba, claro, era un portento que revolucionó el juego y lo cambió y que cuando lograba dominar el temple no tenía rival, pero es que, obvio, dominar el temple es complejo y parte clave del juego. Olaizola lo hacía, era un metrónomo, era el Iban Lendl de Goizueta. Para ganarle había que jugar casi perfecto del primer golpe al último, porque cuando estaba a tope -y lo estaba casi siempre- si le dabas media oportunidad rara era la vez que la fuera a desperdiciar. Qué desquicie de rival, la verdad, qué manera de soltar golpes perfectos tras golpes perfectos, siempre con la mejor dirección posible para la zona de la cancha en que le pillara la acción, con el gancho de izquierda preparado para atacar la yugular. Los palmarés no se hacen solos, pasar a la historia y durar décadas en la memoria de los aficionados, aún menos. Desde el lado de ¡Iru-joo!, mil gracias por los ratos y enhorabuena por tantas victorias.