oy llevamos el smartphone a todas partes y delegamos nuestras percepciones en el citado aparato. Percibimos la realidad a través de la pantalla. Estamos solos, notamos un vacío y nos aferramos a nuestros móviles, tecleando compulsivamente una y otra vez a lo largo del día, por ejemplo, los menores de 25 años ven el móvil unas 150 veces a lo largo del día. Y así cada día de la semana y cada semana del mes, cada mes del año y así sucesivamente año tras año, estamos expuestos a una cantidad ingente de información. Información que recibimos y muchas veces procesamos y que a menudo son noticias falsas o fake news, que a veces nos altera, cuando no nos confunde, respondiendo a tuits con emoticones en chats y grupos de wasaps , bastantes de ellos tóxicos, pero quien se sale de estos grupos se arriesga a la dura realidad de la vida real; a una especie de aislamiento social inmisericorde. Plataformas como Facebook o Google son los nuevos señores feudales, incansables, labramos sus tierras y producimos datos valiosos, de los que luego sacan provecho. No hay barrera de privacidad o confidencialidad que los frene. Somos libres pero estamos sojuzgados, vigilados y controlados pero al mismo tiempo nos damos cuenta de la importancia de hoy en día de todas estas redes sociales en nuestra vida cotidiana. Por ejemplo, el pasado lunes día 4 de octubre de 2021, cundió la alarma en la población, Faceboock con Whastsapp e Instagram, tres de las cuatro redes sociales más importantes junto con Amazon, estuvieron unas seis horas desconectadas, dejando tirados a unos 3.500 millones de personas en todo el mundo; casi la mitad de la población del planeta. Por otra parte, nadie discute hoy en día que las redes sociales han ofrecido a millones de ciudadanos un acceso inmediato a una oferta informativa y cultural en cualquier parte del mundo, impensable hace unos años pero también tienen su lado oscuro. La reciente filtración de una investigación interna de Facebook, en la cual se informa de problemas de salud mental en algunos grupos de jóvenes, perturbada por la adicción a las redes sociales. También la polarización y el uso de datos privados para la manipulación algorítmica de las mentes, sobre todo, en campañas electorales, ya lo vimos en el pasado con los intentos de manipulación rusa en las elecciones estadounidenses y europeas o toda la propaganda de Donald Trump en Twitter al perder las elecciones y su intento de asalto a la Casa Blanca, intentado confundir a sus ciudadanos. Sospechas confirmadas por las declaraciones el pasado día 5 de octubre en el Senado estadounidense de la exgerente de Facebook, la señora Frances Haugen, destapando los secretos de la empresa, y acusando a la misma de que no le interesa más que los beneficios económicos, aunque sea a costa de la salud de los ciudadanos y de perjudicar al sistema democrático.

Así en esa investigación interna se afirmaba que un 32% de las chicas encuestadas están mal con su cuerpo y que con Instagram les hace sentir peor y otro tanto se puede decir de los chicos, un 14 % de los encuestados dice sentir lo mismo; todos ellos se han sentido proclives a cuadros depresivos e incluso al suicidio, debido a que esa red, Instagram, coloca a los adolescentes en una economía de prestigio basada en su apariencia.

A partir del año 20214, con la compra de WhatsApp por Facebook, la huella de esta última comenzó a hacerse patente. El objetivo de la empresa de Mark Zuckerberg no era solo poner a disposición de los usuarios una mera herramienta de comunicación, sino también que estos pasaran el máximo tiempo posible usando WhatsApp. Una vez logrado eso ya se buscarían caminos para lograr beneficios. La primera señal de pánico vino con una innovación muy controvertida: el doble check. Los dos iconos azules que nos indican que un mensaje ha sido leído. Al ver esos dos iconos azules se inicia un proceso de cuenta atrás inconsciente en el que el emisor del mensaje espera una respuesta por parte del receptor. Si esta tarda demasiado en ocasiones puede invadirnos cierto nerviosismo. A ello hay que añadir los estados y si estás activo o no, todo ello está pensado para que el usuario pase dentro de la red el mayor tiempo posible.

Urge una reglamentación dentro de la red para proteger a los ciudadanos, a su intimidad y preservar los sistemas democráticos; las redes sociales no pueden regularse por sí solas. Si los algoritmos de estas redes están diseñados para captar la atención y procurar que pasemos el mayor tiempo posible enganchados, ¿cómo esperar de las compañías que vayan contra su propio modelo de negocio? Facebook tenía constancia de los efectos nocivos de Instagram y decidió ignorarlos. La libertad de expresión tiene sus límites pero solo se pueden imponer desde la democracia y por las instituciones, no por las compañías privadas que actúan solamente cuando afecta a su negocio; como el año pasado con la suspensión de la cuenta del expresidente Trump en Twitter.

Hace tiempo que Internet no es un espacio abierto y por ello interactuar en internet significa cada vez más interactuar con estos oligopolios de la red, que anulan toda competencia. Hacen falta reglas democráticas que contrasten y midan las informaciones, ilegales, ciertas o inequivocamente infundadas.

La marcha hacia un mundo hiperconectado nos sigue proporcionando esta visión maniquea de la tecnología; la mala aquella que se produce cuando nadie la domina ni la controla. Sin reglas de juego vamos derechos a la dictadura.