s tiempo de conmemoración. Se cumplen 10 años de la Conferencia de Paz de Aiete que, organizada por Lokarri, abrió la puerta al final de ETA. Y eso, más allá de otras consideraciones, ya forma parte de la historia real de este país. Aiete reunió en un mismo escenario acompañamiento internacional al máximo nivel y amplio respaldo político en una hoja de ruta basada en el final de la violencia, el diálogo a todos los niveles, los consensos y la reconciliación. Posiblemente, no todo ha sido como se planificó en aquella hoja de ruta. Pero es indudable que este presente es mucho mejor que el presente que obligó a fraguar aquellas complicidades. Un escenario muy diferente. Entre medio ha habido una profunda crisis económica y social y una pandemia sanitaria que han dejado cambios y transformaciones en la sociedad que sitúan ahora aquel momento histórico en un pasado mucho más distante de lo que en realidad son esos 10 años. Aiete fue posible por el compromiso de muchas personas, unas de forma más pública y otras totalmente anónima, de muchos ámbitos, desde la política a los medios, la religión, la mediación internacional, las instituciones o la sociedad civil. Creo que es obligado reconocer y resaltar el compromiso, trabajo y honestidad de Paul Rios, entonces coordinador de Lokarri, para situar a Aiete como ese principio del fin definitivo. Para todos ellos y para la sociedad que llevaba años empujando hacia ese camino contra ETA son sin duda buenos días estos. También lo son para quienes hace solo 10 años vivían bajo el miedo de la sombra de la amenaza, el señalamiento o la persecución. Y para quienes ha sido capaces de superar el sentimiento de odio que fue anidando tanto en víctimas como en victimarios y que se fue extendiendo por una parte la sociedad. No puede haber en ello euforia ni reconocimiento hacia quienes protagonizaron y apoyaron aquellas décadas de inhumanidad. Pero sí debe haber valoración de lo logrado. De haber sido capaces como sociedad y como pueblo de dejar atrás una época oscura de sufrimiento y muerte. Quedan, por supuesto, heridas sin cerrar, pasos sin dar, decisiones sin tomar, relatos interesados de parte que falsean los hechos y hechos sin asumir. Ya hay nuevas generaciones en Euskal Herria que no han vivido aquel mundo de violencia, de violencias en realidad, que vivieron sus padres y abuelos. Eso es mucho. Por eso, estos son malos días solo para quienes aún anhelan sin disimulo ese pasado. Para quienes desde la comodidad tabernera o el fanatismo irracional se opusieron al final de ETA. Para quienes pusieron palos en la rueda a aquel proceso por intereses partidistas y electorales y ahora intentar agitar el fantasma muerto una y otra vez por lo mismo. 10 años después queda el sufrimiento causado, fracasos profundos, convivencias rotas, muerte y dolor, años de cárcel y futuros perdidos. Y también lamentablemente una nueva división entre víctimas de primera y de segunda, víctimas de otras violencias paralelas a las de ETA sin reconocimiento, y protagonistas con graves delitos sobre sus conciencias jaleados en unos casos y premiados en otros. Un rastro histórico terrible. En Aiete, el derecho democrático a la paz y la convivencia fue la prioridad y ahora, 10 años después, ya es un derecho democrático irrenunciable.