ada año el 17 de octubre nos recuerda la necesidad de erradicar la pobreza en el mundo. En la actualidad es el objetivo nuclear de desarrollo sostenible (ODS) a nivel planetario.

Sabemos que, incluso en las sociedades desarrolladas y económicamente muy boyantes, surgen desigualdades económicas y enormes bolsas de pobreza entre la población. Quien vive en situación de pobreza, por mucho que quiera salir de ella, tiene menos poder y recursos para cambiarla.

La penuria afecta, en primer término, a la persona y a la familia. Lo más básico se hace inalcanzable. Los márgenes de elección se estrechan, y pueden oscilar entre arreglar la lavadora y comprar ropa a los niños o no pagar el alquiler. La forma de vida de quienes viven en la pobreza se altera radicalmente. La existencia se convierte en una senda angosta y llena de obstáculos.

Por un lado, la situación ocupa totalmente la cabeza de las personas afectadas y, por otro, se vive bajo el apremio de tomar decisiones a muy corto plazo, relegando las perspectivas de superación de su situación a un mañana que nunca llega.

Mullainathan y Shafir explican en su obra, Escasez. ¿Por qué tener muy poco significa tanto?, incluyendo abundantes evidencias, estas actitudes, a menudo incomprendidas incluso por los profesionales que intentan ayudar.

Los estados de privación se han denominado como “la causa de muchas causas”, que desencadenan una amplia gama de adversidades que van desde una infravivienda, barrios inseguros, problemas de salud, alteraciones en los apegos y la crianza, abusos, violencia, deficiente escolarización, obesidad, incumplimientos médicos, alcoholismo, dificultades psicológicas, sociales y delictivas, a las que se suelen sumar vivencias continuadas de humillación, estigma y fracaso, entre otras.

La penuria y sus efectos se experimentan de forma especialmente aguda en los menores y se trasladan de una generación a la siguiente, como una herencia indeseada.

Por otra parte, la carga social de los desequilibrios económicos, y sus adversidades asociadas, es enorme para los sistemas de servicios sociales, salud mental, educativos y judiciales, y también en los de índole laboral.

El impacto de estas situaciones ha sido bien recogido por numerosos estudios en este campo, como los trabajos de Pickett y Wilkinson, Igualdad. Cómo las sociedades más igualitarias mejoran el bienestar colectivo, o el de Stuckler y Basu, Por qué la austeridad mata. El coste humano de las políticas de recorte. Y, concretamente, su impacto sobre el sufrimiento psicológico y los problemas de conducta asociados, se muestra en el monumental trabajo de Boyle y Johnstone en El marco de poder, amenaza y significado.

Sobre la base de todas estas evidencias, no resulta extraña la apelación de la OMS a entender que la pobreza y la injusticia social “erosionan los recursos emocionales, espirituales e intelectuales esenciales para el bienestar”. Resulta necesario, por tanto, revertir la pobreza y la desigualdad en el mundo, y así disminuir tanto sufrimiento. Hacia la misma meta conducen la reducción de la precariedad laboral y la mala vivienda, la gestión de deudas, la intervención para crear barrios seguros, la ayuda a las familias, etcétera. La ONU se ha manifestado en la misma línea, colocando la pobreza como uno de los objetivos nucleares de la Agenda 2030 y los objetivos de desarrollo sostenible. Así pues, la pobreza tiene efectos indeseados incluso para quienes no la padecen directamente y, por supuesto, para el conjunto de la sociedad. Afrontarla es cuestión de justicia, pero también de rentabilidad económica. Podríamos decir que pagamos cara la pobreza.

El primer escalón del sistema de ayuda se afana en sacar a las familias y las personas de la situación de penuria, incluyendo los problemas concretos que experimentan, y los imprevistos. El siguiente es el acceso a un trabajo que proporcione autonomía económica suficiente para atender a los propios, un proceso que puede ser gradual. Aunque se pueden encontrar situaciones limitantes para esta meta, como la edad o la enfermedad.

No todo lo que se necesita son prestaciones económicas, la ayuda personal en la gestión de dificultades y en la planificación e incluso en la contabilidad familiar puede ser imprescindible. De ahí que los modelos centrados en la persona, basados en las necesidades y las prácticas colaborativas, con trabajo en red, de los servicios sociales tienen un campo de trabajo fundamental para traer esperanza y soluciones concretas a muchas personas.

En Navarra somos privilegiadas. Aunque la tasa AROPE para medir la pobreza señala que ésta se ha incrementado en tres décimas, de 11,7 a 12, este y otros indicadores nos colocan en la mejor posición del Estado y la décima entre las regiones europeas.

Aunque está creciendo el PIB, y sube la tasa de empleo y disminuye el desempleo, esto no se transforma en una mejora social automática para todos los hogares y la ciudadanía. Una sentencia anglosajona dice que “una marea alta no hace navegar todos los botes”. Algo así puede estar ocurriendo en nuestro entorno.

Es definitiva, nuestros buenos datos no nos ocultan las situaciones de pobreza. Es un imperativo ético sensibilizarnos y responder a cada situación de sufrimiento. Esto también equivale a seguir construyéndonos como sociedad cohesionada que amplía las oportunidades de desarrollo personal.

La autora es consejera de Derechos Sociales