a máxima creación social del ser humano ha sido el lenguaje. Fue un proceso largo y laborioso llevado a cabo por millones de personas que, si bien nos aportaron una genial herramienta, no se ha podido erradicar su imprecisión. Lo cierto es que vivimos enclaustrados en la ambigüedad del lenguaje, del que no podemos escapar. En cualquier sistema lingüístico, por muy bien estructurado que esté, siempre hay indecibles, aporías, contradicciones y paradojas, lo que asesta un duro golpe al logicismo que pretende fundamentar la verdad absoluta, abriendo de manera irreversible el camino de la relatividad. No cabe duda de que la mera idea de que existe una imprecisión que no podemos eliminar resulta inquietante. Nos gustaría creer que si nos hemos expresado con rigor y con absoluta precisión, el resultado será siempre totalmente claro e inequívoco, pero no es así, pues el lenguaje no es seguro.

Jacques Derrida, mediante la deconstrucción del lenguaje, aporta un nuevo modo de entender la superficie aparentemente tranquila del raciocinio. Sus escritos muestran la incertidumbre y, en definitiva, el inevitable descarrilamiento del lenguaje. Así, observa que en el lenguaje existen indecibles que se comportan como una amenaza y aguijonean la comodidad de creer que habitamos un mundo gobernado por categorías lingüísticas precisas. Los indecibles son conceptos que no pueden ser debidamente explicados, ideas que no pueden ser probadas ni refutadas. Un indecible no es verdadero ni falso. Son conceptos que se nos ocultan, pero, pese a ello, se pueden mostrar a través de imaginativas definiciones. El lenguaje está nutrido por multitud de indecibles que sacuden la supuesta certidumbre del discurso, que es, sin duda, la única forma de la que disponemos para entendernos. El espíritu, la divinidad o la nada son indecibles que no pueden ser pensados racionalmente. La nada, por ejemplo, es una idea que carece de objeto observable, pues sólo existe en un sistema binario en el que su opuesto, el ser, es quien le da su fundamento. Pero el lenguaje no sólo está habitado por multitud de indecibles, sino que también está asaltado por un sin fin de aporías, es decir, por proposiciones que no tienen la posibilidad de una formulación racional, por lo que desembocan inevitablemente en la imposibilidad de llegar a conclusión alguna. La infalibilidad pontificia en materia de fe es un ejemplo de proposición sin base racional. Además, las pulsiones emergentes del Ello y las emociones depositadas en los deseos perturban el discurso y lo arrastran irracionalmente. En definitiva, en la comunicación anidan importantes limitaciones y un determinado desorden que socavan el entendimiento. Este descarrilamiento de la comunicación opera siempre en todos los discursos, cobrando especial importancia en la política, que es, al fin y al cabo, de la que depende el bienestar de los ciudadanos. En este sentido, Feyerabend llega a la siguiente conclusión: la verdad de las teorías políticas es indecible, en la medida en que no es posible fundamentarlas objetiva e inequívocamente. El ser humano, por tanto, está condenado a elegir y utilizar teorías que intrínsecamente no pueden ser verificadas, por lo que hay que contentarse con la validez provisional de las mismas. Existe ciertamente voluntad de conocer la verdad, de proponer proyectos sugestivos que ofertan mayor justicia y libertad, pero cualquier teoría política no es un proceso de acercamiento progresivo a la verdad absoluta, dado que muestran su validez relativa y circunstancial. Lo característico del pensamiento no es, pues, su capacidad para aprehender la verdad, sino su poder para imponer y producir verdades e ideologías. Las ideologías pretenden legitimar su práctica política, pero no buscan la referida legitimidad en un acto fundacional de origen divino, sino en un futuro que se ha de producir, es decir, en una idea a realizar. Sin embargo, el futuro, esto es, lo que todavía no ha acontecido, no es razón suficiente para privilegiar un proyecto político sobre otro. Tanto el comunismo como el liberalismo son ideologías teleológicas que pretenden fundamentarse en la consecución en un futuro remoto de una idea sublime pero incierta y desprovista de toda garantía. La política moderna debe ser más modesta, es decir liberada de mesianismo y desembarazada de la nostalgia del paraíso terrenal. En este sentido, la socialdemocracia se ajusta mejor a la complejidad del mundo globalizado. Las propuestas políticas no pueden basarse en fundamentos mitológicos ni religiosos, pues son indemostrables, ni en futuros promisorios, pues no existen garantías de su consecución. Hay que optar por una política resolutiva que no se limite a medidas cortoplacistas y electoralistas, sino pensadas para el medio y largo plazo. Es preciso, partiendo de principios éticos, tener una actitud pragmática, además de propiciar el dialogo constante y tener una clara voluntad de acuerdo.

El autor es expresidente del PSN-PSOE; médico-psiquiatra-psicoanalista

Nos gustaría creer que si nos hemos expresado con rigor y absoluta precisión el resultado será siempre totalmente claro e inequívoco, pero no es así, pues el lenguaje no es seguro