na palmera enana asoma de una terraza ahí en lo alto. Se recorta contra el azul feliz de un día cualquiera de enero. Radiante, mediterráneo. Los balcones abiertos de un edificio burgués amarillo pálido con balaustradas de piedra y contraventanas de un verde desvaído me observan curiosos mientras con los ojos recorro la cúpula que corona un ángulo de su fachada. Podría ser Florencia. Me estoy dejando influenciar. Suena O mio babbino caro y la voz prodigiosa de María Callas lo envuelve y lo eleva todo de tal manera que desde este lado del cristal puedo volar. Es una habitación con vistas. Un amigo acaba de enviarme esta aria de Puccini que aparece en la banda sonora de la película. Se trata de uno de los amigos a los que ya no voy a poder ver estos días. Compartimos sensibilidad y humor negro a partes iguales y hemos recorrido juntos una hilera interminable de cafés y fiestas y conciertos cuando yo vivía aquí y creía saber qué quería. Años después, cuando ya no vivía aquí, descubrí de un modo íntimo, pequeño y luminoso, como supongo que ocurre con esta clase de iluminaciones, que parte importante de lo que quería era ser madre de un Luca que hoy me hace infinitamente más feliz que muchas otras cosas. Sin hacer de menos a esas muchas otras cosas que tienen nombre de persona y de placeres diversos, claro. Por eso ayer en cuanto salimos a la calle y un viento que no era de enero nos revolvió el pelo presenté de nuevo a Barcelona a mi hijo y a él le conté que esta ciudad me había llenado hasta el borde, que aquí seguí aprendiendo y encontré mi lugar en el mundo. Aunque ahora ya no voy a poder reunirme con quienes ayudaron a construir mi historia de amor con Barcelona. Porque acabo de dar positivo en un test de antígenos y lo que me queda por delante es una especie de catarro, el cielo azul y esta habitación con vistas.