l ser humano creía que ocupaba el centro cósmico, pero tres afrentas le han llevado a navegar perdido en el universo. La primera fue la afrenta cosmológica que se debe a Copérnico y a su demostración de que la Tierra no está en el centro del mundo, sino que gira alrededor del Sol. La segunda fue el ultraje biológico infligido por Darwin que afirma que el ser humano es una consecuencia de la evolución de las especies y se ubica al final de un proceso cuyo origen es un simio. La tercera fue el agravio psicológico causado por Freud al descubrir que las pulsiones inconscientes devenidas del complejo de Edipo cercenan el libre albedrío del comportamiento humano. Así, el ser humano no puede obviar su propia imperfección y se ve abocado además a tomar conciencia de la fragilidad, contingencia y finitud de su propia existencia, sobre todo al percibir la evidencia empírica de la precariedad de su propia corporalidad, la levedad de su alma, el devenir incesante del tiempo y la materialidad del mundo circundante.

El cuerpo, sede de la conciencia, asiento de los sentidos e instrumento de la acción, denota de forma irrebatible la sensación de fragilidad y finitud. El cuerpo nace, crece, vive, enferma, envejece, agoniza, muere y se descompone. Aquí se agota el conocimiento empírico que del cuerpo se puede extraer. El ser humano es un ser que vive ante la posibilidad inevitable y permanente de dejar de ser. Esta posibilidad de no ser nos remite con certeza a un final próximo o remoto, ya que la vida designa la extensión incierta que es preciso franquear para presentarse ante el punto final. La historia de una vida es la historia de un sinsentido, puesto que el ser humano no puede hurtarse a la suerte final de la muerte.

El alma es la esencia inmaterial que define la individualidad de la persona. Sin embargo, todas las competencias que se atribuyen al alma son funciones asumidas por el cerebro, que es donde se ubica el habla, la inteligencia, la memoria, las emociones y el control de los movimientos voluntarios. Pese a ello, el ser humano prefiere creer, pues la creencia evade y funda la realidad misma. Esto es, edifica la realidad que necesita. El miedo a la muerte revela una apertura originaria que lleva al ser humano más allá del mero existir y le conduce a penetrar en una nueva realidad imaginada en la que queda excluida la caducidad. Y es el alma la que hace posible este desiderátum, planteando una lucha por un final aún no decidido. Una pugna que impulsa la rebelión contra la nada y orienta el miedo hacia la consecución de una plenitud en un después conscientemente imaginado.

El tiempo es una vivencia unificada, organizada en cinco fases: el antes, el pasado, el presente, el futuro y el más allá. El antes nunca ha sido. Es algo tan sólo imaginado que se desmorona en un punto singular y mítico en el cual el Universo fue supuestamente creado o, si acaso, una singularidad física de la que la ciencia da noticia. El pasado ha sido, pero ya no es. Es tan sólo un cúmulo de recuerdos. El presente es tan sólo un instante infinitesimal del que apenas se puede disponer. El futuro no es aún, ni siquiera está garantizado que llegue a ser. Es simplemente un porvenir posible. El más allá quizá nunca llegue a ser, pues se desploma en la nada, ya que empíricamente es tan sólo una creencia subjetiva. La percepción que tenemos del tiempo no es, sin embargo, una secuencia de instantes sucesivos ni una suma de vivencias que suceden una tras otra, sino que, por el contrario, existe una sensación de duración, de persistencia, de amplitud y de disponibilidad. Esta sensación se debe a que las cinco fases del tiempo se integran en una síntesis original y presente, vivida y experimentada simultáneamente como un todo indivisible, un eterno ahora. Totalidad que viene determinada por la trayectoria pasado-presente-futuro, implícita en todo proyecto humano y acotada en unas coordenadas infranqueables como son el nacimiento y la muerte.

El descubrimiento del mundo circundante, el espacio, nos sitúa ante una nueva realidad que no admite refutación lógica alguna, pues entre el ser humano y el mundo hay continuidad. No hay vacío. Ocupa, pues, un espacio material a través del cual se mueve, venciendo una resistencia. La materia está por doquiera en torno de él, pesa sobre él y le asedia. El espacio representa un aquí ubicuo con respecto al cual todo está ahí, aunque a una distancia variable. En conclusión, toda conciencia vive indefectiblemente en un cuerpo y en un aquí y ahora. Esta es la realidad, pero no hay por qué plegarse a ella. No es preciso renunciar al alma que puede que se aloje en la glándula pineal, como afirmaba Descartes, ni a la eternidad tal y como la anhelaba Unamuno, que nunca se resignó a ir de la nada a la nada.

El autor es médico-psiquiatra-psicoanalista