Siempre ha habido olas de calor. No obstante, desde la segunda mitad del siglo XX, la crisis climática está generando un nuevo tipo de ola de calor. El cambio climático no causa las olas de calor, pero sí hay un gran consenso de la comunidad científica en afirmar que “las hace más tempranas, más recurrentes, más intensas y más duraderas”. Por la acción del ser humano, en solo una década en el Estado español se ha duplicado las olas de calor.

El calentamiento de la tierra provoca extremos más cálidos e intensos, una mayor probabilidad de superar un umbral de temperatura de ola de calor (por ejemplo, 40 grados) y más opciones de que ese umbral se supere durante más tiempo (mayor duración de olas de calor). Es decir, debido al calentamiento terrestre, la misma situación meteorológica provoca hoy olas de calor más intensas, más duraderas y más tempranas (como ocurrió este año en junio) e implica un alargamiento del verano. Los expertos consideran que cada año el verano se prolonga un día.

Las olas de calor duran ahora ocho o nueve jornadas, aunque en 2015 el Estado español sufrió una ola de calor de 26 días, cuando entre 2000 y 2010 lo normal es que no fueran más de cuatro, según los datos de Aemet. Además, ya nadie se libra, ni las comunidades del norte, antes un oasis en el desierto. Las olas afectan a toda la península Ibérica y alcanzan temperaturas más altas, un grado o grado y medio más que en las décadas anteriores.

Las olas de calor son ya para muchas personas una condena de muerte. En 2021, en el Estado español registró 1.298 fallecimientos por el calor; en 2020, 2019 y 2018, se rondaron los 1.400 decesos y entre 2015 y 2017, la media de muertes superó las 2.000, según los datos del Informe Momo Estimaciones de la mortalidad atribuible a excesos de temperatura en España, elaborado por el Instituto Carlos III de Madrid. En quince días de julio de este verano ha habido 360 muertos según el citado Instituto.

Existe el índice EFI (siglas en inglés de Extreme Forecast Index), con el que se cuantifica la rareza de un fenómeno extremo. Según este índice, si se cumplen las previsiones, la segunda ola de calor de este verano será una de las peores olas de la historia en los tres parámetros en los que se pueden evaluar estos fenómenos: extensión, intensidad y duración.

Es la número 66 desde 1975, pero no es una más. Dentro de la anormalidad que supone un episodio de estas características, este es excepcional. Para empezar, lo es en intensidad. Hemos tenido temperaturas superiores a los 40 grados durante varios días.

En cuanto a duración, se puede colar entre las tres más largas de las que se tienen registros. La más duradera hasta el momento fue la de junio y julio de 2015, que se prolongó 26 días; la segunda, la de julio-agosto de 2003, 16 jornadas, y la tercera, la de junio de 2017, nueve. Es pronto para decir en qué puesto quedará, porque hay dudas sobre si empezó el domingo o el sábado, pero puede entrar en el podio de las tres más largas.

En extensión, la más grande data de agosto de 2012, que alcanzó a 40 provincias. En el segundo puesto hay un empate entre la primera de este verano, el pasado mes de junio, y la de julio-agosto de 2003, con 38 provincias afectadas. Prevención y mitigación.

¿Se puede hacer algo para frenar, o retrasar lo máximo posible, este futuro terrible de olas de calor?

Las políticas climáticas tienen dos grandes pilares, que son la mitigación, para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero que provocan el cambio climático, y las de adaptación, que buscan paliar o minimizar los efectos de los cambios del clima. De las políticas de mitigación se ha hablado desde hace años, otra cuestión es lo que se ha hecho; y de las de adaptación, hace algo más de una década, y que, en la actualidad, son fundamentales.

Adaptación, que supone variar los horarios de trabajo, al menos en algunos, y, en este sentido, me viene a la memoria ese trabajador de limpieza de Madrid que murió el pasado sábado cuando trabajada a 41 grados y con un traje de poliéster; rehabilitación de las viviendas, y aquí entran también las desigualdades sociales, donde no es lo mismo una vivienda en zonas de alto poder adquisitivo que en barrios de trabajadores donde hay pisos con muy poca ventilación y muchas más cuestiones: cómo movernos; cuándo hacer deporte, a qué horas; modificaciones en los centros de enseñanza, que deben contar con sombras, cortinas, ventilación, climatización, e incluso modificación de horarios, etcétera.

Mientras adquieren fuerza ideas como los “refugios climáticos”, espacios donde encontrar una temperatura confortable para pasar las peores horas del día –en especial quienes no pueden garantizar esto en sus domicilios–, y se impone la reflexión sobre ciudades con más zonas verdes y sombras, la eliminación de asfalto donde sea posible o el cambio radical de la movilidad.

Las olas de calor aumentarán proporcionalmente con la magnitud del calentamiento global y, en general, todos los eventos extremos experimentan mayores aumentos que los moderados. Todo ello implica que la única manera de contener la situación es limitar el calentamiento global eliminando las emisiones antropogénicas de gases de efecto invernadero, y adaptarse. Si se mantiene la actual tasa de calentamiento global, a finales del siglo XXI, la peor ola de calor registrada hasta la fecha se convertiría en la norma.

El margen para actuar es cada vez más pequeño, y así nos advierten los científicos. Ante esta situación, en estos momentos vale la pena leer libros como Esperanza, de la primatóloga y naturista Jane Goodall. Una larga conversación que la primatóloga mantiene con el periodista y escritor Douglas Abrams. Y, ante la pregunta que le hace el periodista, ¿aún es posible mantener la esperanza?, Jane Goodall responde que sí. Porque lo contrario llevaría aún más a la inacción y al nihilismo. Los humanos tenemos el intelecto más desarrollado de las especies, pero lo hemos utilizado en el sentido equivocado.

*El autor es experto en temas ambientales y Premio Nacional de Medio Ambiente