Sampaoli es entrenador del Sevilla. Y ha largado contra el hecho de que el Mundial se dispute en Qatar, lo cual le ha valido el aplauso de la afición, la misma que en su 98% va a ver partidos del Mundial, con lo cual poco hacemos si sumamos cada uno de nosotros un espectador al Mundial de la FIFA y a la vez aplaudimos a Sampaoli y lanzamos proclamas desde Twitter, culminando el cacao mental de la sociedad occidental en la que estamos. Pero se le ha aplaudido a rabiar. Bien. Es el sino de los tiempos: largar cuando no te juegas nada, salvar 10 o 12 veces el mundo al día desde las redes sociales, las ruedas de prensa –o las columnas de prensa como esta– o el bar, sin tasa, cortándonos mechones de pelo en Malibú o en Malasaña tía en solidaridad con las mujeres iraníes, hasta la siguiente que toque. Si Sampaoli fuese el seleccionador argentino, no seré yo quien afirme que no hubiese abierto el pico, pero me da que sus palabras hubiesen estado más cerca de las de Luis Enrique –que tampoco es que estuviese muy hábil cuando se salió por la tangente cuando le preguntaron sobre el tema, es muy bueno explicando lo suyo hasta cierto listón, a partir de ahí se le hace bola– que de las que dijo. El caso es que, valorando que lógicamente esté quejoso porque un país con claro déficit democrático acoja un Mundial, el problema, como él mismo reconocía, sigue siendo que el Mundial ya está concedido y que se va a jugar, como se disputan decenas de competiciones de motos, coches, bicis y demás en países con graves déficits democráticos. Y el caso es que su queja, como millones de quejas que oímos cada día, se hace desde la posición del que no se juega nada en el envite y tiene licencia total para adoptar una postura u otra, con lo cual uno puede fardar de bienqueda cada dos por tres, preocupadísimo por los obreros muertos construyendo los estadios, que no digo que no, pero menos.