Ayer cumplí 50 años, aunque no los aparento. Aparento 49. Cuando empecé en esto no tenía ni la mayoría de edad ni barba ni sesera pero sí un pendiente de aro en la oreja izquierda que hace 20 años metí en el ataúd de mi tío cura mientras le bajaban bajo tierra. Alguna vez he pensado qué pasaría si fuese a por él, si volvería con el pendiente y además con mi tío cura y luego mi tío médico y mis abuelas y abuelos y mis tíos y tías mi madre mis amigos y todos los que se han ido desde que tenía 8 años hasta hoy. Son un montón. Os echo de menos a todos y todas, cabrones, el mundo es más frío sin vosotros. Bien. El caso es que 50, 17 de ellos en esta columna, aquí metido, unos días a gusto y otros pues peor, como nos sucede a la mayoría. Yo, la verdad, con que a ustedes no les desagrade en exceso o incluso algún día esbocen una mueca de agrado es que doy volteretas. Porque no es sencillo en este mundo no acabar resultando un poco estorbo, aunque solo sea por la repetición. En este mundo en el que estamos metidos desde que hay móviles inteligentes y toda clase de dispositivos y que hace que cambiemos de tema y de emisor decenas de veces al día. Tener a un mismo tipo cinco días a la semana dando la turra es, por tanto, una prueba a la paciencia, así que gracias por su comprensión. Ustedes también envejecen, no crean. Es mejor que la alternativa, no obstante, en el 99% de los casos. Eso creo que lo sabemos. Lo complejo es qué hacer con todo ello, con la vida, me refiero. Porque a nada que te pones a pensar duro 10 minutos y te miras a ti mismo, buff, te puede dar un mal. Porque una cosa es estar satisfecho o medio feliz y otra no pensar en Mendocino. Hace 7 días que oigo esa canción: háblame de Mendocino, cerrando los ojos oigo el mar. 50 años. Si nos dejan, hay tiempo para hacerlo mucho mejor que hasta ahora. Lo que sea, pero mejor. En Mendocino o donde toque.