Sólo los turistas que nos visitaron este puente y algunos vecinos de otros puntos de Pamplona paseaban en la tarde-noche del jueves por el Casco Viejo entre risas y charlas despreocupadas. Ese buen ánimo era palpable en algunas zonas de poteo. En el resto de calles imperaba el silencio. Se apagaron las voces y hubo lágrimas en Jarauta, Calderería e incluso en la siempre concurrida Navarrería. Muchas gentes de este barrio han permanecido desde entonces tristes, con la mirada impotente porque un joven, un niño, murió ese día. Cada segundo, en cualquier punto del planeta, fallecen chiquillos del mil terribles maneras, pero todos sabemos que nos penamos con la desaparición de las personas cercanas y cuanto más cercanas, inmensamente mayor es nuestra pena. Desde la radical dificultad para aceptar la muerte sorpresiva, y más a edad temprana, muchos en el Casco Viejo –insisto, como en cualquier otro lugar- están viviendo con desgarro y furia la pérdida de uno de los suyos, la de un querido chaval que no ha tenido tiempo para saborear su futuro. Me agarro al consuelo de las palabras que los amigos escribieron entre las flores de la despedida: “Julen, auzoko plazetan eta gazteon memorian egonen zara beti / En las plazas del barrio y en la memoria de los jóvenes, para siempre, Julen”.