El Tribunal Constitucional (TC) concentró ayer sobre sí mismo toda la atención judicial y política del Estado español y sale del escrutinio dañado en su imagen –aún más si cabe– por una actuación poco estética, si no algo peor. El principal problema de este Tribunal es que las presunciones que señalan que su actuación está politizada no se ven desmentidas por las conclusiones de sus deliberaciones.

No hay sorpresas en el criterio de sus miembros y esto hace que sus mayorías, a imagen de unos u otros partidos, se conviertan en interpretación jurídica constitucional. No hubo desmarque en el bloque ideológicamente asociado a la sensibilidad conservadora ni lo hubo en el calificado de progresista. Es una mancha que se extiende sobre la fiabilidad e independencia de sus miembros. En este estado de cosas, adquirió especial relevancia la no recusación de dos de sus miembros que hubiera alterado el orden de mayorías.

En términos prácticos, los dos magistrados recusados fueron determinantes al decidir su propia continuidad en la toma de decisiones junto al resto de la mayoría conservadora y que, a continuación argumentaran y votaran en defensa de mantener su status quo como miembros interinos del Tribunal en contra de la reforma que suponía su salida del mismo. La prudencia, que hubiera debido animarles a apartarse de una decisión en la que eran parte interesada, no les acompañó.

El argumento de la mayoría conservadora de que en la misma situación de mandato caducado se encuentran otros dos miembros y su inhabilitación en este caso habría dejado al Tribunal sin el quorum preciso es cuestionable. Efectivamente, hasta cuatro magistrados tienen caducado su mandato. Pero, sencillamente, se espera del TC que falle en relación a los actos procesales sobre los que se le pide amparo, no sobre aquellos para los que no ha sido requerido. No lo ha hecho y la mayoría conservadora ha impuesto una decisión jurídicamente cuestionada por, al menos, el resto del tribunal. Sobre la base de esa decisión sostiene el rodillo de la mayoría monolítica conservadora caducada, que ha fracturado la institución y que suspende preventivamente las capacidades normativas del poder legislativo, lo que constitucionalmente resulta muy cuestionable y acredita una escora ideológica insostenible.