La salida de las tropas estadounidenses y europeas de Afganistán hace casi año y medio fue entonces la confirmación de que la guerra civil sostenida durante décadas en ese país había sido ganada por el radicalismo de los talibanes. El paso de los meses ha materializado los peores augurios en materia de derechos y libertades en el país. El Gobierno de Kabul ha implantado un modelo conocido sin libertad de culto, de acción política ni de democracia social. Ha vuelto a arrebatar la consideración de ciudadanas de pleno derecho a las mujeres de un modo progresivo e insistente, con el más reciente episodio formulado al impedirles acudir a formarse en la universidad. Las ONG, muchas de las cuales abandonaron el país hace ya meses ante el acoso constante del régimen, se desempeñan prácticamente en la clandestinidad y padecen arrestos en demasiadas ocasiones. Pero no cabe mostrar sorpresa ante este escenario de deterioro constante de la calidad de la convivencia, imposibilidad de implementar derechos y recorte sistemático de las libertades. Esta deriva autoritaria y represiva hacia una mentalidad medieval fue aceptada por la comunidad internacional desde el momento en que la prioridad de abandonar el país reconocía el fracaso de los intentos de implantar una democracia viable. El de considerar la normalización de derechos y libertades y la estabilización social y económica del país como un elemento secundario de una geoestrategia militar y económica es un error repetido en la historia reciente tanto en Irak, Libia o Siria, como en el siglo anterior lo fue en Vietnam o Corea. La derrota de los valores de igualdad y democracia es consecuencia del modo en que se han visto supeditados a otros intereses. Frente a esos intereses se han elevado otros que han asentado con éxito un discurso que señala esos mismos valores como compendio de todos los males y afianzado las interpretaciones más intransigentes de tradiciones culturales, sociales y religiosas ancladas en el pasado. En Afganistán la falta de escucha de su realidad, la prioridad de ganar una guerra ha alimentado a un monstruo que devora derechos y libertades de una parte segregada de su población. Abandonada a su suerte, la población femenina afgana sufre la ausencia de compromiso ético de la comunidad internacional.