El informe anual de Human Rights Watch hecho público ayer en Londres volvió a incidir sobre las amenazas y violaciones de los derechos humanos en todo el mundo y el deterioro de los mismos tanto por los conflictos armados como por la acción de regímenes autoritarios, pero también por causas económicas. El panorama descrito por el informe de la Organización No Gubernamental (ONG) no difiere demasiado de la denuncia recurrente de las actuaciones de regímenes autoritarios identificados en el pasado pero sí incide en el aumento de la represión en varios de ellos, como Irán y Afganistán, donde la discriminación por razón de género alcanza cotas insoportables. Pero el informe se hace eco de los efectos que el populismo produce en la convivencia, con la reciente intentona golpista en Brasil directamente relacionada con el fenómeno. Es oportuno atender también a las advertencias sobre la diplomacia laxa e interesada que acaba alimentando fenómenos represivos internos y desestabilizadores en el exterior. El caso de Rusia y la estrategia de apaciguamiento y dependencia energética de Europa es evidente en este sentido como lo es la practicada con Marruecos o Turquía, cuyo papel como freno de las migraciones hacia el viejo continente se premia con el consentimiento de prácticas totalitarias y abusos de derechos de las personas inmigrantes y de colectivos opositores o minorías étnicas en sus propios territorios. El riesgo de que esta connivencia alimente una crisis regional larvada desborda incluso el ámbito de los derechos violados y alcanza el de la geoestrategia errónea. Las lecciones del pasado no han sido aprendidas ni lo serán en tanto la gestión de las relaciones internacionales de las democracias con los gobiernos autoritarios y sus violaciones de derechos estén sometidas a la conveniencia económica o a una concepción de la seguridad que se base en el atrincheramiento en lugar de facilitar condiciones de convivencia y equilibrio de libertades y acceso a condiciones de sostenibilidad económica, ecológica y social. Los derechos y libertades se definen como universales, consustanciales a la condición humana y no sometidos al arbitrio de las fronteras. Una diplomacia consecuente con esos principios resulta incómoda para los intereses propios pero éticamente imprescindible.