Otra vez Catalunya en primer plano. De nuevo Llarena a cara descubierta. Y el victimismo oportunista de Puigdemont. La arriesgada apuesta de Sánchez. Las dentelladas inmovilistas del PP. Las embestidas de los rebeldes con causa. O el detonante desestabilizador de las elecciones venideras. Unos y otros bajo intereses tan contrapuestos pero ensortijados por un nuevo marco judicial inimaginable en las tinieblas de 2017. Un descafeinado articulado penal, propicio para evitar, como mínimo, la perniciosa cronificación de este conflicto territorial. Eso sí, sin patente de corso alguna para repeler con garantías de éxito la ofensiva que asoma sin disimulo desde un identificado sector de las togas y el amparo del airado unionismo patrio.

Es innegable que la maniobra tacticista del presidente de Gobierno, tan bien intencionada como pésimamente ejecutada en tiempo y forma, propina una sonora patada al avispero político. Nadie queda indiferente ante la trascendencia de semejante empeño. Las consecuencias de su devenir encierran una intranquilizadora incógnita, siempre inferior al impacto de su desenlace, sea cual fuere su signo final. Son legión quienes reducen a un tiro en el pie este arrojo sanchista, a modo de sumisión a ERC, para pergeñar un acuerdo de puente aéreo de largo recorrido que desentrañe progresivamente un nuevo modelo de Estado y que tendría el respaldo de otras fuerzas cobijadas ahora dentro de la mayoría parlamentaria. Un miedo interiorizado sobre todo en la propia familia socialista, donde se contiene el aliento. Esa supuesta imagen de Puigdemont de vuelta a casa en un par de meses a cambio simplemente de un pequeño coscorrón por parte del juez sería letal para las aspiraciones del PSOE el 29 de mayo. Su repercusión sería tan honda que podría desparramarse más lejos en el calendario.

En Génova, tienen la escopeta cargada. Bien es cierto que es su postura natural frente al Gobierno. Ante el espejo de esta inmediata coyuntura, saben que una inmensa mayoría ciudadana no digeriría de un solo trago la vuelta sin mochila del prófugo de Waterloo. Genera animadversión vomitiva en muchos nichos electorales de esa España jacobina. Por eso, caña sin remisión. El PP descargará todo su arsenal ante el más mínimo resquicio. En tan beligerante empeño para desnudar las personalistas intenciones de Sánchez se rodearán de argumentos jurídicos tan politizados como la última resolución de Llarena. Un pronunciamiento que, paradójicamente, ha salvado de una quema apresurada al líder socialista. La pira política de este ante una inmediata llegada de ese Puigdemont victorioso al grito de ja sóc aquí en la enfervorecida plaza de Sant Jaume habría estado garantizada. Ahora, tiempo de espera hasta esa primera resolución en Europa. En todo caso, la bicha ya se ha hecho un hueco.

Mientras tanto, el PP cura las heridas del tiro en el pie que se ha dado con su fallida estrategia para renovar sillones judiciales de tan reconocida significación. La previsible por lógica pérdida de mayoría en el Constitucional y para mucho tiempo le dará reiterados dolores de cabeza, aunque no dejarán de revolotear en el marasmo de cada resolución. Los progresistas nunca olvidarán el hostigamiento sufrido por las artimañas interminables del ultraconservador Arnaldo para empozoñar sin recato los relevos de obligado precepto constitucional. Por eso, una vez debidamente recompuesto el equipo a pesar del descrédito que arrastra el Alto Tribunal, al enemigo ni gota de agua. Como botón de muestra, ni siquiera les ha importado acabar con las tradiciones de buena cortesía y por eso se han apropiado también de la vicepresidencia tras complacer al Gobierno amarrando el puesto de mando de Conde-Pumpido.

Son tiempos propicios para el disparate. Siempre en boca de irresponsables. En el gobierno de Castilla y León resulta fácil encontrarlos en los despachos de Vox. Ahora ha sido la astracanada del fútil vicepresidente García-Gallardo para impedir la libertad del derecho al aborto que provoca náuseas cuando en pleno siglo XXI lo suelta sin pestañear y hasta con una dosis de convencimiento que todavía agrava más el calado de sus desbarradas intenciones.

No parece fácil asumir el deber de un cargo institucional. La secretaria de Estado de Igualdad es un ejemplo palmario. Todavía el sentido común no dejar de sonrojarse al escuchar los disparatados comentarios de la mano derecha de Irene Montero sobre los violadores y la libertad sexual, grabados en un podcast como si fuera el fin de fiesta de un mitin cualquiera. Para darse un tiro en el pie.