Hace semanas que el carnaval se ha instalado en nuestra tierra. Esto no es Cádiz ni Tenerife, es otra cosa. Es Lantz, Leitza, Ituren, Altsasu, Cascante o Uztárroz. Esto es el carnaval rural que el viernes también recorrió distintos puntos de Pamplona, con la chavalería ataviada de momotxorro, txatxo o moxaurre, persiguiendo o siendo perseguida, con la libertad que otorgan las máscaras y el permiso para correr sin trabas por las calles del Casco Viejo y por los jardines de algunos barrios. Puro gozo que en la Rochapea se quebró de raíz por el grito de alerta de un niño que vio como un desconocido se llevaba a su hermano –un chiquitín de 5 años– del Parque de los Enamorados, donde hasta ese instante todo había sido diversión. El miedo se apoderó de la gente, los wasaps echaron chispas, las alertas se dispararon a la par que se quebraba la inocencia. El intento de secuestro quedó en nada, el tipo se asustó por los chillos y dejó al pequeño en el suelo para huir del lugar. No hace falta que me lo cuenten, todos los aitas dejaron lo que estuvieran haciendo para recoger a los suyos, se acabó el trotar de aquí para allá sin control, se acabó el carnaval por ese día porque el mal –a modo de una de las peores pesadillas para cualquier padre– había asomado su asquerosa cara.