El estado de alarma es, por definición, una situación excepcional que conlleva por parte del Gobierno la suspensión temporal de algunos derechos ante circunstancias graves, como una catástrofe, una crisis sanitaria, un problema de desabastecimiento o la paralización de servicios públicos esenciales. Hasta aquí la letra gruesa. Y como cercano a lo anterior, entiendo el estado de alerta permanente como una facultad cognitiva, un sexto sentido que nos mantiene vigilantes ante lo que sucede a nuestro alrededor y que por su trascendencia puede derivar también en una suspensión, cuando no una anulación, de aspectos fundamentales de nuestra vida.

Se han cumplido tres años de la segunda declaración del estado de alarma tras la recuperación de la democracia en España. La primera fue en 2010 con motivo de la huelga de controladores. Aquel 14 de marzo de 2020, sábado, las calles comenzaron a quedar desiertas y la vida se refugió en las casas. La situación se prolongó hasta el 21 de junio. Cien días largos como cien años. Pero, poco a poco, hemos recuperado el pulso de lo cotidiano, aunque lastrado por todas las consecuencias de la pandemia. Hoy, lejos de que medie un real decreto del Gobierno, nos alarmamos ante los acontecimientos que suceden a nuestro alrededor: unos nos recuerdan hechos graves anteriores a la covid y otros asoman como amenazas a largo plazo.

Es lo que ocurre, por ejemplo, con la quiebra del Silicon Valley Bank, que ha despertado el fantasma de Lehman Brothers y sus funestas consecuencias para el sistema financiero y, en efecto dominó, para la economía mundial. El presidente de EEUU, Joe Biden, ha dicho que no hay que preocuparse, argumento que aumenta nuestra preocupación. Estado de alerta también ante una posible III Guerra Mundial, con una Rusia desafiante y una China con ganas de disputar la hegemonía a EEUU, sea en un bazar o a cielo abierto. Una guerra que, a escala doméstica, tiene que ver con los precios que han disparado el coste de la cesta de la compra, convirtiendo algunos alimentos en inaccesibles para las economías más débiles. No sé, será que tengo las alertas a flor de piel, pero a mí ya me genera alarma que la princesa Leonor vaya a dedicar tres años de su vida a formación militar, en lugar de hacer prácticas en una ONG, en Greenpeace o en el Banco de Alimentos.