El Reino Unido anunció escuetamente el lunes que es posible que a la vez que envía tanques Challenger 2 a Ucrania envíe también munición dotada con uranio empobrecido, un componente que según muchos estudios provoca enfermedades tanto en los que atacan como en los que lo reciben y que permanece en el ambiente mucho tiempo después de haber estallado. Líbreme quien sea de minimizar una sola de las barbaridades cometidas por los rusos en esta guerra, pero si hubiese sido al revés la comunidad internacional en pleno ya estaría acusando a Rusia de usar armas con componentes nucleares –el uranio se usa en las bombas nucleares–.

Por ahora, solo las Naciones Unidas han criticado el posible plan británico, junto con una organización de desarme nuclear, al margen, claro, de la propia Rusia, que ya ha manifestado que supone –y es cierto esta vez– un paso serio en la escalada del conflicto ante el que actuarán en consecuencia. El caso es que más allá de la doble vara de medir que existe según las barbaridades las cometan unos u otros, uno se pregunta hasta qué punto ciertos países de Occidente están dispuestos a jugarse el pellejo de todo el mundo –si fuese solo el suyo, pues vale, ellos sabrán– en esta guerra cada vez menos indirecta que se dirime en Ucrania, como si Rusia jamás fuera a contestar de una manera tan apabullante como por supuesto demoledora para millones y millones de personas que asistimos a esto con el miedo de ver que unos no van a ceder en sus empeños y que los otros no van a permitir que esos unos se salgan con la suya, así corramos el riesgo de reventar todos. Sin juicios de valor, ojo, solo inquietud, pregunto: ¿Hasta qué punto de la escalada quieren llegar Estados Unidos y Gran Bretaña, principalmente, hasta qué nivel de tensión quieren llevar al planeta? Nos guste menos o nada, Rusia no tiene pinta de ceder. Y tiene lo que tiene. Por desgracia.