Hace casi un año un grupo de activistas climáticas, gente preocupada por la inacción española ante la emergencia climática declarada por el gobierno, tiñeron de rojo remolacha la fachada del Congreso. Fueron detenidos y meneados por unas fuerzas del orden que hacen gala más bien solo de lo primero. Luego tuvieron que pasar por comisaría y ahora están declarando acusados en un juicio en donde se pretende que la desobediencia civil no violenta es un atentado contra el poder soberano. El jueves pasado, para protestar y visibilizar ese proceso judicial, se manchó de rojo el mismo sitio, y se volvieron a detener a activistas porque parece mucho más sencillo eso que asumir las conclusiones del Panel Internacional del Cambio Climático y sus alertas sobre la necesidad de cambios radicales a corto plazo para evitar pasar del grado y medio del acuerdo de París antes 2030. Además de esta criminalización de la rebelión científica se ha sabido que el ministerio del Interior metió de tapadillo en las redes de estos activismos a policías, infiltrados entre gente que habla de artículos científicos y referencias a revistas, que cita documentos de las Naciones Unidas y ese tipo de cosas que parecen ser tan sospechosas. Es un poco el mundo al revés, cuando los mayores criminales contra el planeta son las grandes corporaciones, ante quienes el Estado solo baja la cabeza y adopta leyes pacatas, que no se note que todo acusa a petroleras, energéticas, bancos y demás ejes del capitalismo. Ahí no hace falta infiltrar a la policía, porque no tiran remolachas sino regalías. Así que ahí tienen, manifestadas y manifestados peligrosos y acusados de alterar el orden del país, mientras llega la catástrofe de la mano de esas empresas que siempre nos robaron, pero con toda la ley de su lado.