Ya se ha hecho el análisis sociológico. Parte importante de lo que deparen las elecciones que se celebrarán este año tendrá que ver con el voto de los jóvenes, y ese es el demográfico al que ahora mismo hay que engatusar. Como parece evidente que la vivienda es el principal problema para la mayoría de ellos, la consecuencia parece lógica: vamos a hacer ver que tenemos una solución inmediata para una preocupación que lleva siéndolo décadas. Así, de repente, este asunto se convierte en el principal de todos. Se dispara esa bala mágica, ese golpe efectista, que permita estructurar el señuelo electoral. Esta semana se publicaba el barómetro de abril del CIS, en el que como cada mes se pregunta cuáles son los asuntos que más afectan en el día a día.
En el apartado de qué constituye la mayor pesadumbre que el encuestado considera existe actualmente en España, la vivienda aparece en el lugar duodécimo. Para que nos hagamos una idea, la sanidad está en el cuarto, la corrupción en el séptimo y la educación en el noveno. Cuando lo que se quiere saber es el problema que más afecta al propio encuestado, la vivienda es el sexto, la sanidad el segundo, la educación el séptimo y la corrupción el decimoctavo.
Aunque no figura en las tablas publicadas, seguro que del análisis por edades se deduce que los menores de treinta años marcan lo de disponer de un piso como una de las mayores de sus necesidades, y además se trata de la generación que más ha interiorizado que tenerlo o no depende de que se lo facilite el Estado. Dicho y hecho, el Gobierno desbloquea un proyecto legislativo que llevaba más de dos años atascado y nos anuncia enfáticamente que por fin habrá la primera ley de Vivienda de este país, como si nunca se hubieran regulado los alquileres, los procedimientos hipotecarios, los usos del suelo o los requerimientos de la construcción. Es el habitual tocomocho del boletín oficial: creer que por publicar palabras en él se arregla cualquier cosa, como si la imprenta tuviera efectos taumatúrgicos. Y comoquiera que el presidente Sánchez se siente a sí mismo en una dimensión superior a la del fárrago legislativo, se nos aparece en un acto de su partido en Valencia y nos cuenta lo de los dos huevos duros: que va a sacar de la Sareb 50.000 viviendas y las va a poner, él mismo, a disposición de quienes quieran alquilarlas por poco dinero. Debería inducir sospecha la cifra, tan redonda y nemotécnica, casi como la de los 800.000 puestos de trabajo que prometió González. Lo que también debería poner en cuestión la soflama es desentrañar si puede ser cierto que el Estado tenga guardadas en un cofre la llaves de tal cantidad de inmuebles, y cuál es la causa por la que no los ha movido antes.
O por qué la Sareb, ente público, no ofrece un listado estructurado en su web. Pero tampoco hace falta quedarse en la sospecha sistemática. Al poco de correr la noticia, Nadia Calviño viene a matizar que la mayoría de las viviendas aludidas necesitan acondicionarse y no pueden estar listas en menos de un año. Otra buena parte de ellas no pasan de ser proyecto sobre suelo, están sin ejecutar. Y de otro lote hay serias dudas de que puedan entregarse, porque estando a la venta desde hace años a precios de saldo nadie quiere comprarlas. El embuste de Sánchez tarda poco en ser contrastado en el espejo de la realidad. Aunque tal vez haya servido para poner en juego la especie de que algo les podrá tocar a los que anden buscando casa, y que si tienen a bien elegir determinada papeleta electoral, aumentan los números de la rifa.
Otra derivada divertida de este asunto es que la política de vivienda es una competencia fundamentalmente ejercida por comunidades autónomas y ayuntamientos. Hasta tal punto es así, que cuando en 1998 Aznar quiso liberalizar el suelo, se produjo una sentencia del Tribunal Constitucional como consecuencia de varios recursos presentados, entre otros, por el Parlamento de Navarra, el gobierno de Extremadura, y diputados del PSOE e IU, en la que se tiró por tierra el régimen de clasificación del suelo que se pretendía reformar, alegando los magistrados que esa era una competencia autonómica (STC 164/2001). Pues bien, hoy es el día en que tenemos a la ministra Ione Belarra diciendo que se “dejarán la piel” para que las comunidades cumplan con la ley de Vivienda “hasta la última coma”. Cuando dice “piel” quiere decir que impondrá crudamente su voluntad, y cuando dice “coma” quiere decir que sus reales no se pueden discutir. La perfecta definición de imponer recentralizando, por más que se necesiten votos de ERC o EH Bildu para el advenimiento de la normativa.