Ni nuestra historia ni nuestra lengua. Ni nuestras seculares instituciones ni los Sanfermines. Lo que realmente nos distingue de los pueblos y comunidades de nuestro entorno es nuestra predilección por los frutos secos. Al menos por robarlos. Lo dice un estudio reciente que ha conseguido encontrar respuesta a una cuestión que hacía devanarse los sesos de criminólogos y sociólogos: ¿cuál es el producto que más se roba en los supermercados de cada comunidad autónoma del Reino de España? Los descuideros andaluces, mallorquines y castellano-manchegos arramblan con el queso. Los catalanes con el cava. Raterillos asturianos, gallegos y de la CAV le echan la mano al pulpo. Y murcianos y extremeños al aceite, lo mismo que ceutíes y melillenses. En otros puntos son la carne, las gambas y los langostinos, los helados o las bebidas alcohólicas en general los oscuros objetos del deseo de los ladrones locales. Pero aquí no. Aquí –gente curiosa– nos arriesgamos a que nos grabe la cámara de vigilancia metiéndonos una bolsa de nueces o avellanas entre la bragueta y la intimidad. Leo en Google las virtudes de los frutos secos: “disminuyen el riesgo cardiovascular, son ricos en proteínas, fibra y minerales y poseen notables virtudes antioxidantes”. O sea, que puestos a infringir el Código Penal, lo hacemos con preocupación por nuestra salud. No como los mangantes de otros lugares, descerebrados que no solo se arriesgan a una condena mínima de tres meses con multa, sino que además lo hacen de forma mayoritaria por alimentos que los nutricionistas aconsejan vivamente erradicar de nuestra dieta. No sé si Navarra asombrará alguna vez al mundo, como vaticinaba Shakespeare, supongo que con ironía. A mí, y fíjate que son años, me sigue sorprendiendo esta tierra mía. Eran los frutos secos, tú. No oigo hablar de los frutos secos en esta campaña electoral.