Ha empezado Bob Dylan su gira española de 12 conciertos y han comenzado también los habituales tópicos sobre su figura. Siempre hay quien en la prensa se sale de los caminos mil veces trillados, pero tampoco es fácil aportar nada nuevo sobre alguien del que se ha escrito y dicho todo desde hace 60 años. Uno de los tópicos que más gracia me hace –y que vale para Dylan y todos los artistas– es uno que se repite bastante: “no dijo ni hola ni adiós”. A mí esto me fascina desde pequeño, esa especie de obsesión que tienen algunos –algunos críticos y algunos públicos– porque el artista sea un tipo que más allá de ofrecerte el arte que está dispuesto a ofrecerte o que puede dar en un punto concreto de su carrera también te salude, diga alguna cosa y, en resumen, mole.

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Bruce Springsteen regala una armónica a una niña de cinco años de Puente la Reina Mikel Sola

Bruce Springsteen mola, por ejemplo. Baila con gente cada concierto, da recitales de tres horas, sonríe mucho. Es su manera de ser. Está muy bien. Leonard Cohen era supercariñoso. Van Morrison no saluda y se va a mitad de canción. El de Coldplay es el novio que todos querríamos tener si quisiésemos tener novio. Dylan es seco. Sin más, es así. Lleva 60 años actuando y ha pasado fases de todo tipo en su relación con el público, pero normalmente es seco. Mi duda es si un concierto mejora si el protagonista saluda o si no mejora. Yo creo que no, que no mejora nada, pero qué sabré yo. De hecho, suelo pagar la entrada para que me emocionen las canciones o me hagan mover las piernas o me evadan por dos horas del mundo y eso lo logra Dylan de sobra, así que luego me suelo quedar algo atónito cuando se usa su parquedad para criticarle. O para ensalzarle, ojo, que también hay quien cree que no andarse con fuegos de artificio es un valor en sí mismo que aporta. Y tampoco. La actuación es buena, mala o regular en sí misma, al margen de lo majo o soso que sea el que la lleva a cabo. En general, el arte. O así debería ser.