Sostenía Ben Gurion que Israel, con perdón, sería un país normal cuando las putas camelaran en hebreo y los judíos choraran tal como hacen los gentiles en cualquier parte del mundo. En este sentido alcanzó pronto la plena normalidad. Si se cambian indios por vaqueros el País Vasco es otro lugar normalísimo, donde Ertzaintza se lee Polizia y la utopía importada del bobby inglés apenas se plasma en algún relato melancólico.

Resulta evidente que la sociedad vasca, como la chiquistaní, es incapaz de funcionar atendiendo al estribillo anarcoide de RIP –Policía No–. Pero también lo es de mantener aquel proyecto inicial iluso e ilusorio, el modelo alternativo de un bonachón sin porra, cruce de sereno, guardia y alguacil. Sin duda se confunden policía integral y policía integra: uno es un hecho competencial, otro un deseo sólo a veces cumplido. Por eso sorprende la sorpresa de los sorprendidos, que juzgan con decepción patriótica las manifas de los ertzainas, y destacan sus tatuajes, pulseras y bíceps como si éstos no fueran elementos comunes a todo cuerpo policial. O precisamente porque lo son.

Y es que en verdad esos vecinos no critican que los policías sean así, pues así suelen ser muchos aquí y allí, sino que sean así los policías vascos. El gentilicio difumina el oficio, y hay en ello un poso ingenuo que limita la imagen del agente local a protector de ancianas. De paso late un fondo supremacista, según el cual los policías españoles quizás puedan ser una panda de catetos mamaos, algo que los nuestros, por su origen, jamás deben ni parecer. Y habrá de todo, digo yo, sean pitufos, forales o charainas.