Nos pasamos la vida cruzándolos. También hay quienes se aferran a una orilla y no quieren, no se atreven o no necesitan, seguramente, conocer el otro lado. Aún así, también les toca dar el salto. Tener o no tener hijos. Intentarlo, un poco o mucho. Dejar un trabajo insatisfactorio en busca de otro o mantenerlo. Cambiar de ciudad, de pareja, de piso. Conocer la otra orilla. Ansiedad, nervios, estómago blindado y déficit de sueño. Esto es lo que ha llenado muchas aulas los últimos días. Los exámenes de la Evaluación para el Acceso a la Universidad. También amor propio, orgullo, expectativas, miedo a no cumplirlas. Viendo las miradas y las espaldas arqueadas sobre un folio de las chicas y los chicos que han cruzado el río esta semana me he trasladado al inicio de los 90. Toda la semana previa a la Selectividad la pasé enferma. Con fiebre, en la cama. Perdí los últimos siete días para repasar la materia de todo el curso. Se me disparó una angustia incontrolable, como todas las angustias, porque mi parte de buena estudiante no aceptaba que la Selectividad pudiera bajarme ni una milésima la nota media de acceso a la universidad. Salió bien. Da igual. Pero eso lo entiendes mucho después. No puedes utilizar tu experiencia para animar a otros mientras vadean su río porque cada cual cruzamos el nuestro.

Entiendo bien y a la vez me provocan ternura los aspirantes a adulto que se posicionaban para elegir profesión estos días buscando un 12,956 o a un 13,012. Cuando dejas atrás el bachillerato atraviesas también un túnel acelerado en el que se proyectan caras y comentarios de quienes te dieron clase. Este es el que devolvió una estudiante a su profesor de Filosofía. “Nos has enseñado a decidir por nosotros mismos, a no conformarnos con lo primero que la vida nos propone, a ser autónomos y, sobre todo, a relacionar. Dejas huella en tus alumnos”. Oro olímpico. Más que sacar un 14.