“El encierro es una droga para mí. Una droga muy dura, créeme –dijo ella, doblando un rellano de la escalera–. Y eso que no conozco a ninguna mujer que coja toro, la verdad. Hay tantos golpes, tantos empujones…” “Ahí nosotros tenemos el dominio”, completó orgulloso el hombre.
“No sigas. Que vivo ahí”, dijo ella, y el hombre se detuvo. Apenas entraron al piso, oyeron las campanadas de un reloj y ella le anunció: “Hoy vas a vivir una noche inolvidable”.
Cruzaron el vestíbulo, ella le señaló el dormitorio y el hombre no perdió el tiempo: apenas se había quitado ella la blusa cuando se tumbó él desnudo sobre la colcha. La mujer le observaba: “Guay –aprobó–. Si me dejas, me gustaría satisfacer una pequeña fantasía –se volvió hacia una cómoda, abrió un cajón y sacó unas cuerdas–. Te va a encantar y, alguna vez, nosotras nos merecemos el dominio, ¿no te parece?”. “Lo que tú quieras, reina mora. Esto es un deporte y lo fundamental es participar”, aceptó el hombre mientras ella le ataba un tobillo a una pata de la cama.
Lo sujetó de pies y manos, le observó de nuevo y dijo: “Te lo vas a pasar chachi piruli. Voy al baño un momentito. Quiero acicalarme. Para ti”.
Atado a la cama, el hombre la vio desaparecer y, a pesar de sus voces de apremio, la dama se hizo esperar. Él se armó de paciencia, de mucha paciencia y, con la única compañía de aquel reloj de pared, aquella cómoda, una butaca y la mesilla, aguardó tumbado y sujeto a la cama.
Ella regresó, por fin, con la misma vestimenta que se había marchado, pero todavía más guapa. “Ahora empieza lo bueno, vida mía”, anunció. Se llevaba las manos a los corchetes del sostén y el reloj tocó una, dos, tres campanadas. “¡Las ocho menos cuarto!”, exclamó cogiendo su blusa. Y echó a correr. l