Que el complejo de culpabilidad es un laberinto sin salida, eso, por el momento, yo no lo descartaría. Ahora bien, a mí septiembre, como experiencia, me gusta de verdad. Septiembre me recuerda no sé qué. Te habías echado una novia de verano y la perdías en septiembre. Viajábamos de jóvenes en septiembre, en aquellos trenes. O incluso en auto stop. El curso no empezaba hasta finales de mes. Llegábamos a sitios vacíos, dormíamos en playas, teníamos muy poco dinero para comer, ¿te acuerdas, Lutxo, viejo amigo?, le digo a Lucho. Pero se hace el longuis. Nos contentábamos con poco, qué remedio. Éramos sabios sin saberlo. Ahora todos somos muy exigentes, claro, le digo. Como debe ser, dice él. Queremos lo mejor, tenemos derecho, dice. No obstante, si eres demasiado exigente, te acaba saliendo morro, creo. Es el destino: si te gusta presumir, te vuelves presumida. Si te gusta quejarte, te vuelves quejica. La gente dice: Ese es un quejica, se ha quejado toda la vida. O dice: Esa es presumida desde que nació. Porque la gente se fija en todo. De hecho, para eso está. La gente, digo: para fijarse. Ya no se puede hacer nada sin que te vea todo el mundo. Así que, cada día hay que tener más cuidado, me parece a mí. Yo de pequeño soñaba con ser invisible, le digo a Lutxo. Para entrar en las casas ajenas. No para robar. Solo para ver cómo eran sin el barniz social. Pero ¿sabes lo que creo ahora, Lucho? Que sin el barniz social todos somos muy básicos. Con pequeñas rarezas, eso sí. Unas cuentan monedas, otros hornean tartas, hay quien ve porno. Ahora bien, querer lo mejor, siempre y en todos los sitios, tampoco es el camino de la luz y la felicidad. De hecho, es el otro. Es el camino del fin. Eso conviene no olvidarlo. Porque vamos a toda hostia tan contentos y estamos hablando de frenar. ¿En serio?