Aquellos turistas blancos se rehogaban en las aguas del puerto de Tenerife. Procedían de Frankfurt y Colonia y habían pagado 35 euros por el vuelo de Ryanair. En su mayoría eran jubilados de oro de piel inmaculada y una salud a prueba de chequeo privado cada dos meses. De repente, por la bocana de entrada, vieron que se aproximaba una embarcación alargada y ruinosa llena de mujeres y hombres asustados. Algunos sonreían, pero su sonrisa daba escalofríos. Los bañistas sacaron sus móviles para inmortalizar aquel desembarco. Aquella gente había salido del Puerto de Saint Louis, en Senegal, tras navegar 540 millas y pagar 3.000 euros a un mafioso que apenas les garantizó la mejor ubicación en el cementerio. Aquella gente sabía que el mundo ardía en llamas pero ellos venían del epicentro del fuego.

Ya en el puerto, se sometieron a las primeros cuidados. Una enfermera comprobó, tras unas pruebas de ADN, que todos eran descendientes de esos 12,5 millones de esclavos que entre el siglo XVI y XIX fueron raptados de África y trasladados a América. Algunos, sorprendidos, dijeron haber estado antes en este lugar. Su memoria retrocedió hasta el siglo XVI, cuando aquellas islas sirvieron de puerto franco del tráfico atlántico de esclavos. Ahora volvían allí, huyendo de la misma esclavitud. Preguntados estúpidamente por qué se jugaban así la vida, una mujer respondió que siempre se llega a alguna parte por más oscura que nos parezca la travesía.

Eran las 13,00 horas del pasado 6 de octubre. En Granada los líderes de aquella Europa que incumplía reiteradamente las leyes de asilo firmaban un acuerdo sobre inmigración que reiteraba la externalización de las fronteras. O sea, más control y menos asilo.

Mientras, seguían llegando más cayucos. Los bañistas volvieron a su hotel. En la TV pasaban la serie La ley del Mar, algo mucho más real que lo que habían presenciado, eso decían.