El sábado, mientras iba con A a ver hayas, una cosa llevó a la otra y acabamos en que los rituales antes prácticamente universales (aquí, es decir, universalitos) ya no lo son. La vida estaba más pautada y la Iglesia ofrecía los locales, los guiones, el maestro de ceremonias, la duración y la solemnidad mínimas para que el nacimiento, la autoconciencia independiente, el paso hacia la madurez, el emparejamiento con pretensión de durabilidad y la muerte tuvieran una constatación social compartida y entendida. De hecho, sigue prestando estos servicios a muchas personas situadas en su extrarradio o más allá que valoran la puesta en escena y la experiencia en la organización de eventos donde todo el mundo sabe cómo ha de comportarse.

No obstante, la Iglesia sigue rebajando su capacidad de convocatoria y su lenguaje no es inteligible para las nuevas, que ya son muchas, generaciones. Sigue haciéndome reír recordar a I, con cinco o seis años, tan erguida y formal, imitando a los adultos y contestando “Droguemos al Señor” cada vez que el cura formulaba una petición y la reacción de su primo, también I, al escuchar el “Y con tu espíritu” pronunciado por la asamblea. Sorprendido, se volvió hacia su madre y le preguntó: ¿Hay fantasmas?

J y yo pensamos una vez en elaborar una propuesta de ritual de despedida laico, más una estructura que una redacción cerrada. Algo sencillo que sirviera como pauta y que completaríamos con algunas sugerencias de textos y piezas musicales. No pudo ser.

Pero, además, A preguntaba, por ejemplo, qué celebra la gente que no se empareja. Qué es digno de celebrarse ahora y cómo. ¿Siempre a través del consumo organizado y ritualizado por el mercado? ¿Puede hoy algo reconocible y con pretensión de legibilidad distanciarse de esta instancia?

Las hayas estaban preciosas.