Resulta horripilante ver lo que ha hecho Hamas con cientos de israelíes inocentes y no seré yo quien argumente que es la reacción de una población aplastada por un pie como el israelí, sino la de un grupo terrorista criminal. Pero no menos horripilante resulta ver lo que hace y cómo todo un estado soberano como el de Israel, bombardeando sin piedad Gaza con millones de civiles en su interior, civiles a los que hace décadas tiene bloqueados en 365 kilómetros cuadrados privados de libertad tal y como la entendemos fuera, saltándose resoluciones internacionales y con el silencio ominoso de Occidente. Israel hace y deshace oprimiendo a un pueblo, un pueblo ya oprimido por una historia trágica en los últimos 75 años y también por una organización que ha derivado en una secta. Parte el corazón, la verdad, y no se dice nada nuevo que no se haya dicho millones de veces que no tiene ninguna pinta de que pase lo que pase estos días y semanas –que no apunta a nada halagüeño– vaya a derivar en el corto plazo en una negociación que permita que tanto unos como otros entierren por un tiempo o a poder ser para siempre el hacha de guerra. Desde que tengo uso de razón es uno de esos conflictos a los que no les ves salida, a no ser que consideremos una salida que la aniquilación y el exilio de una de las partes sea el resultado. En ese contexto, parece cuando menos grotesca la postura de buena parte de la clase política española y por supuesto mundial, muy capaz –porque debe– de denunciar a Hamas, pero incapaz de ver ni siquiera un pero en la acción de Israel, no ya solo estos días, sino en toda esta larga historia, como si todo lo que ha ido acumulando a lo largo del tiempo sea un cúmulo de actos irreprochables enfrentando a una serpiente pérfida. Es tan alucinante como deprimente, una realidad que nos enfrenta a lo peor del ser humano. Allí y aquí.