Orquesta Sinfónica de Navarra

Intérpretes: Nikolay Lugansky, piano. Perry So, director. Programa: Concierto para piano y orquesta número dos de Rachmanioff. Novena sinfonía de Schubert. Ciclo de la orquesta. Lugar y fecha: Baluarte. 5 de octubre de 2023. Incidencias: Tres cuartos. (desde 24 a 4 euros).

La música del gran compositor alsasuarra, Agustín González Acilu, fallecido el pasado agosto, está en las antípodas del romanticismo que envuelve el programa del concierto de apertura del ciclo sinfónico navarro; sin embargo la reseña que hizo Teresa Catalán, al principio de la función, sobre el maestro, estuvo envuelta en el más emocionante y cariñoso recuerdo. Una breve partitura para chelo solo, interpretada por David Johnstone, nos asomó a su mundo musical, que, por cierto, no se prodiga mucho en las programaciones. Y, en el programa de mano, un homenaje, también, a J. A. García Gorráiz, una de esas personas fundamentales de nuestro mundillo musical (aquí ya le dedicamos un recuerdo el pasado 26 de mayo).

Nada mejor, para este melancólico ambiente de agradecimiento que el envolvente y balsámico Concierto para piano número 2, de Rachmaninoff. Y con Nikilay Lugansky, uno de los grandes. El pianista ruso manda siempre, desde una sonoridad grande, de pedal amplificador, que compromete a la orquesta, que, en general responde bien, aunque en algunos momentos la robustez romántica se resiente un poco, por ejemplo en la entrada primera de la cuerda, al retomar la sonoridad dejada por el piano. Pero, en general, toda esa envoltura romántica se completó sin dobleces. Quizás los momentos más íntimos del adagio, más delicados, uno los hubiera querido algo más lentos. Hubo detalles muy bellos de connivencia entre piano y orquesta, por ejemplo, en el adagio, con un sonido etéreo en el teclado y en maderas y violines. Y a destacar, también, la suavidad de pulsación del pianista al sobrevolar el teclado en los tramos calmos. La soltura y dominio en los compases más espectaculares es marca de la escuela rusa: hay virtuosismo sí, pero al servicio de la partitura, pleno de contenido. Aunque después de la densidad del concierto no hace falta propina, Lugansky continuó con una, agradeciendo los aplausos.

Y, en la segunda parte, otra partitura del agrado del público, la Novena de Schubert: esa sinfonía poblada de temas tan agradables al oído, que luego se pueden tararear, y que, sin embargo, dadas las veces que el compositor los trae y lleva, hacen que no sea nada fácil hacer una versión que sirva esos temas con cierta originalidad interpretativa, y sin que las múltiples repeticiones –Mendelssohn la interpretó en una versión abreviada– se nos hagan cansinas. La versión de Perry So me pareció acertada, por el tempo ágil elegido, y por tratar de sacarle a la partitura, también, su parte romántico-dramática –a veces el director daba hachazos con su batuta para sacar los sonidos más graves y empastados–. La trompa, clara, noble y sin mella, abre una sonoridad que va a estar muy equilibrada toda la sinfonía, en todas las familias. La versión va a ser fluida, cristalina, sin retórica, donde los temas se manifiestan sin tropiezo alguno. Y es que, oboe, clarinete, metal, todas las intervenciones solistas, dejan salir sus melodías con transparente claridad. Los compases en fuerte, esa sonoridad que la apodan La Grande, también se salvó, por el ímpetu del director, y por la buena dosificación del sonido orquestal. Un buen comienzo.