No se trata de una guerra entre Israel y Hamás. No es eso. Es otra cosa. Hamás no es el pueblo palestino. Como, salvando las distancias históricas, políticas e ideológicas, tampoco ETA fue el pueblo vasco aunque se empeñara en arrogarse esa representatividad. Tampoco el Gobierno de Netanyahu es el pueblo judío. El pueblo palestino existía antes de la llegada de Hamás hace apenas 20 años y seguirá existiendo, si no lo exterminan los tanques y bombas de Israel antes, cuando Hamás sea historia. Y el pueblo judío existía antes de Netanyahu y existe mucho más allá de las fronteras actuales del Estado de Israel y seguirá existiendo así, al margen del sionismo, después de toda esta matanza. No estamos asistiendo a un enfrentamiento entre Hamás y el Ejército israelí, sino a la destrucción de Gaza y y luego de Cisjordania en vivo y en directo ante nuestros ojos. Un paso más en la desaparición de Palestina de los mapas del mundo ante la ineficacia de la diplomacia y de los organismos internacionales para aplicar la legalidad internacional y del derecho humanitario. Hay pocas dudas en nuestro mundo occidental de que Hamás es un grupo terrorista y su acción del 7 de octubre asesinando a 1.400 personas, la mayoría civiles, y secuestrando a más de 200 como rehenes, es solo un ejemplo más de su amplio historial. Pero pocos en Occidente ponen en cuestión el carácter ideológico del Gobierno de Netanyahu ni la deriva antidemocrática del Estado de Israel. Un Gobierno sustentado por el supremacismo sionista, el fanatismo religioso ultraortodoxo y una extrema derecha racista, un compendio ideológico del que nunca puede salir nada bueno y que tiene como objetivo reconocido la ocupación total de las tierras palestinas y la expulsión o eliminación de los palestinos, a los que muchos de ellos no consideran seres humanos, sino animales. El supremacismo político, el fanatismo religioso y el racismo juntos o separados –sea en Israel o en Palestina o en otro lugar cualquiera del mundo–, coinciden en un mismo punto: la necesidad de un otro al que odiar. El uso del hambre y la sed como armas de guerra es una realidad constatable del cerco de Gaza. El encierro de cientos de miles de personas sin agua, alimentos, combustible, luz obligados a esperar la muerte a la intemperie bajo las bombas y misiles es de una inmisericordia e inhumanidad absolutas. Todo conflicto se puede explicar de mil maneras y todos tienen causas de justificación suficientes para las partes implicadas, pero lo que esta pasando estos últimos 21 días en Palestina es un genocidio televisado. Más de 7.000 personas asesinadas sin ninguna capacidad de huida o de defensa. La mayoría mujeres y niños. Patente de corso para un castigo colectivo. El poder y la influencia internacional de Israel es incomparable con el nivel de apoyos a Palestina. Y el acoso de Netanyahu ahora a la ONU es un aviso a navegantes para aquellos que rompan ese desequilibrio en favor de Israel. La banalidad de la posición de la UE ante los bombardeos contra civiles es otro ejemplo. No sé hasta dónde llegará este camino de muerte sin posibilidad de girar hacia la paz, pero el tiempo recordará este momento como otro de esos hechos que ocuparán las páginas negras de la Historia de la Humanidad. Y de alguna forma todos somos responsables.