Todos conocemos a alguien de otro mundo. Para mí el primero fue el Kiko, un personaje maravilloso. Su mera presencia demostraba que el tiempo es un constructo mental que en realidad no existe. Desde mi primer recuerdo de los veranos interminables de Ganuza el Kiko ya estaba ahí. Aparecía doblando la esquina sobre una bici de cuando Perico Delgado era Dios. Fibroso y flaco, puro esqueleto. Con sus pinzas de madera de tender la ropa sujetándole los bajos de los pantalones, sus tres o cuatro camisas de cuadros superpuestas y abiertas aleteando al viento, su rapado al dos y sus chispas encendidas al fondo de los ojos negros. Vamos al bar, que te invito a un Kas. Te decía los domingos. Hace cuarenta años, hace quince y hace uno. Tan querible, nuestro vampiro. Dormía de día y de noche su sombra huía de una esquina a otra y en el frontón se partía en dos y, descalzas, sus dos mitades se retaban una a la otra en partidos de pelota que podían durar horas. Nos dormíamos con el impacto seco y rítmico del cuero contra la piedra. Sólo se asomaba a la luz diurna para volcar desde una ventana restos de comida sobre el clan de los gatos sin dueño. A veces también les vomitaba encima. Formaba parte de sus costumbres y a los gatos no parecía importarles. El resto dibujábamos una curva al pasar junto a su casa y eso era todo.

Nuestro Kiko a veces entraba al jardín. A estar. A mirar los rosales, una rama, el cielo, a mi madre. A sonreír a mi hijo. Se acomodaba en cuclillas sobre los tobillos bajo el árbol del amor como un abuelo nigeriano bajo un baobab. Siempre he pensado que suyos son los secretos del pueblo. Los últimos veranos teníamos que duplicar el volumen de las palabras para que atravesaran el territorio intermedio entre la meseta de la razón socialmente aceptada y los picos de las existencias marginales regidas por lógicas libres. Como la de Leopoldo María Panero, que podía escribir líneas de una oscuridad bellísima y de una verdad que te reventaba mientras guardaba los calcetines en el frigorífico. El Kiko no escribía pero ha seguido doblando el espinazo sobre la bici de Perico hasta los 90 años. La prueba de que el tiempo no existe se ha marchado esta semana de un mundo que era el suyo sólo a medias y eso lo ha cambiado todo. Viaja a donde quieras, Kiko, porque siempre vas a estar aquí.