La libertad de opinión, de expresión y de manifestación están siempre en cuestión. Más aún ahora que son objetivo prioritario de eso que las derechas y la extrema derecha denominan batalla cultural. El término ya es una contradicción en sí mismo. Se trata más bien de un ataque sistemático a las libertades civiles y políticas y a los derechos democráticos fundamentales de una ciudadanía libre. Ahora es la actriz Itziar Ituño la víctima de una de esas campañas orquestadas en las redes de linchamiento social, mediático y profesional por su participación en la manifestación de Sare del pasado sábado que reclamaba el final de las políticas penitenciarias de excepción.

Es habitual este señalamiento a actores y actrices, escritores, músicos, cantantes, payasos, titiriteros para limitar su libertades y sus opiniones. Lo ha sido también en otras épocas y desde otras posiciones políticas. De eso sabemos en esta tierra. El acoso a Ituño coincide con la campaña lanzada desde grupos ultras contra la puesta en escena en Madrid de la obra de teatro Altsatsu de María Goiricelaya. La cultura nunca ha sentado bien en esos ámbitos a los que las libertades y derechos democráticos les molestan todo.

Ituño se limitó a ejercer su derecho de manifestación en favor de una reivindicación, guste más o menos o nada, con la que coincide. Yo en eso también. Es cierto que en los últimos años se ha puesto final a una de las políticas de excepción que más castigo añadido ha supuesto tanto a las personas condenadas por delitos de violencia terrorista como a sus familiares, la dispersión, pero no se ha acabado con todas las actuaciones judiciales que implican sustituir la normalidad penal por la excepcionalidad penitencia. Las medidas judiciales de excepción tienen su origen en la lucha antiterrorista contra ETA y una vez ETA ya no existe ni asesina –desde hace 13 años–, esas medidas, que han sido siempre una excusa para saltarse gravemente las líneas rojas básicas del Estado de Derecho, no tienen sentido. La excepcionalidad abre la puerta al todo vale, como de hecho ha ocurrido y Altsatsu es un ejemplo, y esa puerta abre otras puertas a la arbitrariedad, la parcialidad judicial, los abusos policiales, la persecución indiscriminada y la supresión de derechos civiles y libertades democráticas. No se trata de una concesión de privilegios, ni de una amnistía encubierta. Tampoco hay impunidad, ni precio alguno. Ni siquiera absurdo buenismo. No hay nada en el final de la excepción penitenciaria que cuestione la dignidad y la memoria de sus víctimas. Supone aplicar la legislación penitenciaria a la que tienen derecho esos presos, independientemente del alcance de sus delitos, con la misma normalidad que el resto de las personas que cumplen condena.

El terrorismo de ETA fue una excepcionalidad, como lo fueron también el resto de las violencias que se sufrieron en este país, pero hoy hay un gran consenso mayoritario en que asesinar, secuestrar, extorsionar y perseguir al diferente estuvo mal, fue injusto y, sobre todo, fue inhumano. Un inmenso fracaso y un gran triunfo. Esta sociedad vive ahora un nuevo tiempo para poner fin a esas medidas penales excepcionales impuestas por un tribunal de excepción como la Audiencia Nacional. Ya no hay una situación que las pueda maquillar como justificables. La venganza nunca es justicia.