El recuerdo es un relámpago que ilumina la mente por sorpresa. Aparece de forma inesperada como un estallido que agita el ánimo; luminosa explosión unas veces, calcinante en ocasiones. Algunas de esas evocaciones sabías que estaban ahí porque has recurrido a ellas con frecuencia para seguir aferrado a momentos del pasado con los que quieres viajar acompañado toda la vida; otras parecen rescatadas de lo más profundo de la memoria, donde no sería correcto decir que han sido depositadas sino arrojadas. Son los momentos dolorosos, dañinos, torturadores. Trágicos.

Entre las voces de los supervivientes del devastador incendio que arrasó un edificio en Valencia y que segó la vida de diez personas me caló hondo la de una madre. La mujer, recapitulando el balance de pérdidas materiales, ponía a la cabeza de la lista los mechones de pelo que había conservado de sus hijos y otros elementos de los primeros años de vida de estos. No pude sentir más que una tremenda empatía con esa madre desolada y con su escala de prioridades en un momento en el que el fuego había hecho desaparecer en pocos minutos todo lo que contenía su vivienda y lo que guardaba en ella. Creo que todos nos hemos planteado alguna vez qué rescataríamos (además de las personas y los animales con los que convivimos) en caso de desatarse un incendio en nuestra vivienda. ¿Sería alguna joya, quizá documentación, fotografías, un ordenador, antiguas cartas, un cuadro..? Esa madre, mientras el inmueble ardía como una antorcha y el viento esparcía las cenizas como una lluvia enlutada, se desgarraba por la pérdida de un manojito de pelos que guardaba de sus bebés, los chupetes y otros utensilios cotidianos que le enganchaban a fragmentos compartidos en esa etapa tan esperanzadora de la vida. Y escuchándola recordé que en algún lugar de mi casa hay una caja con bodis, lazos, dibujos, cartas a los reyes, patucos, ropa de recién nacido… Es como un pequeño disco duro que con la sola contemplación de uno de los objetos, con su olor todavía prendido, desata una catarata de imágenes que reposaban en nuestro interior. La madre sollozaba por la pérdida irreparable de esa conexión. Hoy conserva con vida a sus hijos pero sabe que algunos recuerdos son ya irrecuperables en su memoria: el fuego también los calcinó.