Pamplonés de la calle Estella

No ha sido fácil localizar familiares de José María Baroga. No se casó ni tuvo hijos, y tan solo tras una ardua labor de rastreo pude saber que una buena amiga, Camino Oslé, le había conocido y tenía relación familiar con él. Fue Camino la que me puso en comunicación con tres sobrinos de Baroga, hijos de su hermano Joaquín, que fue también escritor, periodista y redactor de La Gaceta del Norte. Tomando un café con ellos, José Mari, Joaquín y Belén de Goñi Oslé reconstruyen algunos retazos de la vida de su tío. José María Baroga, nacido de Goñi Zubillaga, vio la luz en la calle Estella de Pamplona el 7 de enero de 1925. Era hijo de José María Máximo de Goñi, natural de Pitillas y viudo de un matrimonio anterior, y Apolonia Zubillaga, nacida en el pueblo de Goñi. El matrimonio tuvo dos hijos más, María Teresa y el ya citado Joaquín, y la familia gozó de una buena posición económica, pues el padre trabajaba como vicesecretario de la Diputación Foral de Navarra. De hecho, según parece, la familia paterna descendía del linajudo palacio de Goñi en Pitillas, y era de adscripción carlista. El propio Baroga dejó escrito en 1974 haber sido detenido durante los incidentes habidos en Pamplona veinte años antes, en 1954, entre militantes carlistas y la policía franquista.

Un “casta” de libro

Desconocemos cuándo adoptó José María de Goñi el curioso sobrenombre de “Baroga”. Según sus sobrinos lo habría hecho por deformación del apellido “Baroja”, y en homenaje a don Pío, novelista por el que sentiría gran admiración. Lo que sí es seguro es que lo hizo antes de comenzar su propia carrera como escritor. Hemos encontrado una breve reseña en prensa, con fecha del 2 de marzo de 1950, en la que se da cuenta de un festival taurino-humorístico, en el transcurso del cual se llevaría a cabo la lidia y simulacro de muerte de una res brava. Las “regocijantes suertes” serían ejecutadas por un grupo de estudiantes, apodados “Pipi”, “Cotuso” y “Baroga”, que se autodenominaban, de forma significativa, “la Cuadrilla del Suspenso”. Y sabemos que, efectivamente, José María de Goñi no fue un buen estudiante. Sus padres lo matricularon en la facultad de Derecho de Zaragoza y, según parece, cuando se acercaban los exámenes, su madre le daba el dinero necesario para marchar y residir en la capital aragonesa, pero él, sin salir de Pamplona, se cogía una habitación en el hotel Yoldi y se entregaba a francachelas sin fin, hasta que el dinero se agotaba. Con estas premisas, es fácil suponer que nunca terminó la carrera, y el único título que consiguió colgar en la pared fue el que, a tal efecto, le confeccionó un amigo suyo. Y es que Baroga fue durante toda su vida un “bon vivant”, un auténtico disfrutón, cargado de espíritu libre y bohemio. Tampoco su manera de trabajar era demasiado convencional. Escribía en su magnífica biblioteca, en un colchón colocado en el suelo, con un teléfono y un enorme cenicero en la cabecera, y sus sobrinos lo recuerdan allí tumbado, en pijama y con el pelo alborotado. Luego, sin embargo, salía a la calle exquisitamente arreglado, repeinado y con un cuidado bigotito, trajeado, con un bastón que realmente no necesitaba, y con el abrigo siempre echado sobre los hombros. Componía la imagen de un señorito de novela, un personaje extraído de alguna obra de Ramón María del Valle-Inclán.

Una exquisita sensibilidad

Como ya hemos dicho, Baroga no se casó ni tuvo hijos, vivió toda su vida en casa de su madre, que completaba con su propia pensión lo que el sueldo de escritor no alcanzaba. Según parece tuvo un amor imposible, una mujer casada y perteneciente a una conocida familia, con la que habría mantenido una relación algo más que platónica durante muchos años. Sin embargo, cuando tras mucho esperar quedó finalmente viuda, la mujer rechazó al bueno de Baroga, espantada por su disipado modo de vida. Y es que el escritor era un “andarín” impenitente, parroquiano habitual de bares como el Bearin, el Noé, el Casino, el Niza, el Otano, Casa Cuevas y otros muchos. Uno de sus amigos, el gran Miguel Sánchez-Ostiz, decía recordarle escribiendo sus artículos medio apoyado en la alta barra del Café Roch, con una copa de whisky DYC en la mano.

No obstante, detrás de esa veta un tanto superficial y crápula, se escondía una mente de sensibilidad excepcional. Y es que, como he dicho más arriba, Baroga es, en mi opinión, el mejor escritor de las “cosicas” de Pamplona, el que con más gracia, desparpajo y acierto ha escrito sobre sus entresijos, sobre una idiosincrasia que él amaba y conocía como pocos. Los personajes que aparecen en sus libros son especímenes de los que habitaban en aquella Pamplona de la primera mitad del siglo XX, siempre tratados con nostalgia, ironía, fino humor y ternura a raudales. Como la cantante Marujita Pi, el heladero Eliseo, la actriz Lili Madoz, el charlatán León Salvador, “Olla”, “Uve” o “Zurikaldai” el limpiabotas. Como el respetable don Emeterio, que con una curda impresionante se desorientó por las calles de Pamplona, y se metió en la carnicería creyendo que entraba en la churrería, y atacado por las náuseas puso a las parroquianas, al carnicero y a todo su género perdidos con sus vomitonas. Como el carpintero don Dámaso, al que, tras llegar borracho a casa el 6 de julio, su mujer, su cuñada, su suegra y su hija, confabuladas, le escayolaron una pierna para hacerle creer que se había caído por las escaleras, y evitar así que saliera durante el resto de San Fermín. Como aquella pamplonesa de origen montañés, que habiendo enviudado sucesivamente de dos maridos valencianos, firmaba sus tarjetas como “Reverenciana Echepetelecugoitia Jaureguizurizarreta, viuda de Pins después de Pons”.

Una dedicatoria muy especial

Baroga reunió su deliciosa obra en cinco libros. Cuatro de ellos llevan el título de Vida íntima de Pamplona, los latidos de una ciudad, y cubren la historia menuda de Pamplona en intervalos de cinco años, de 1945 a 1960. El último libro, titulado “Eternos Sanfermines”, salió a la calle a finales de 1978, pero lamentablemente ya no le dio tiempo a más. Aquel estilo de vida tenía que pasar factura al bueno de Baroga, que terminó por enfermar gravemente, falleciendo a los 54 años. Poco antes, sin perder nunca su sentido del humor, dijo a sus amigos estar más jodido que la “K” de la linotipia del diario abertzale “Egin”. José María Baroga falleció nada más terminar sus últimos Sanfermines, el 15 de julio de 1979. En su funeral, según escribió un amigo suyo, dos de sus compañeros de andadas, mirando con ojo crítico a quienes se sentaban en los bancos de la parroquia de San Nicolás, comentaron que “con todo el vino que nos hemos bebido los que estamos aquí, seguro que llenábamos la iglesia...”

Seis meses antes de que Baroga falleciera, a principios de enero, y sabedora de que su segundo hijo era, ya por aquel entonces, un enamorado de su ciudad, mi madre me regaló por Reyes el recién publicado “Eternos Sanfermines”, que me enganchó para siempre a las “cosicas” de Pamplona. Luego vendrían J.J. Arazuri, Andrés Briñol, J.M. Iribarren o Juan Mari Lecea, pero el primer empujón, el anzuelo que me hizo picar para siempre, vino sin duda de la mano de las carcajadas provocadas por Baroga en su precioso libro. Y un último detalle. Mi amatxo, que conocía de siempre al escritor, se plantó en su domicilio de la calle Estella nº 2, para pedirle que me firmara el libro. Encontró a Baroga postrado ya en cama y en compañía de su madre, que lo atendió hasta el último momento, pero a pesar de todo tuvo fuerzas y ánimo para escribirme unas amables palabras. La dedicatoria, cargada de generosidad y dirigida hacia un crío de 16 años al que ni siquiera conocía, decía así: “A mi estimado amigo Joseba Asiron Saez, navarro de honda raigambre y magnífico exponente de esa esperanzadora juventud que hará posible que perdure siempre el espíritu de los... Eternos Sanfermines”. Ni qué decir tiene que, pasados 44 años, y dejada atrás hace tiempo aquella “esperanzadora juventud”, dicho libro constituye todo un tesoro para mí, y no necesito abrirlo para recitar de memoria, palabra por palabra, aquella preciosa dedicatoria.