Después de estar casi 20 minutos escuchando al otro lado del teléfono una voz grabada que me dice que todos los operarios están ocupados, pero que no me retire, por fin oigo un mensaje diferente: “Si quiere que su llamada sea atendida en euskera pulse o diga UNO, si no, manténgase a la espera”.

Mi cerebro automáticamente procesa toda esta información en cuestión de milisengundos: si he llamado al centro de salud porque tengo un problema y necesito que un médico me vea hoy mismo y a mi llamada le ha costado 20 minutos llegar a este punto, si ahora encima pido que que me atiendan en euskera, mis posibilidades de hablar con un ser humano se reducirán todavía más.

O lo que es peor, puede que me digan que en este momento no pueden atender mi llamada y que llame pasados unos minutos, con lo que tendría que empezar de nuevo todo el proceso y es muy posible que entre tanto todas las citas que tiene el médico reservadas para repartir hoy a las ocho de la mañana vuelen. Así que renuncio muy a mi pesar a la opción de hablar en euskera, por pura lógica.

Esto me ha pasado millones de veces al intentar ponerme en contacto con deferentes servicios públicos y privados, por eso cuando oí que las técnicas del Observatorio de Derechos Lingüísticos del euskera decían que sabían que “muchos ciudadanos han tenido el reparo de solicitar sus servicios en euskera por miedo a retrasos” me sentí totalmente identificada. Y lo peor es que además después se basarán en datos “reales” para justificar que no es necesario poner personas bilingües en ese servicio porque muy poca gente solicita ser atendida en euskera. Un círculo vicioso que sólo se podrá romper con sentido común y respeto a la ciudadanía.