Coincidiendo con la de los lilos, cuyo olor me paraliza, la floración del cerezo de racimos es otra oportunidad para frenar y absorber el perfume. Si la temperatura es cálida pero no excesiva, un paseo de quince o veinte metros bajo las ramas roza lo sublime y justifica un cambio de ruta. Eso, que el sol te caliente las mejillas, que salir a la calle con menos ropa te siente bien, que haya horizonte disponible y previsible al menos para dos, tres días, una semana, ¿qué más se puede pedir? Lo pensaba el sábado a la mañana.

Parece sencillo y, sin embargo, no lo es. Aunque la objetividad asegure que se dan tales circunstancias, tiendo a enredarme con urgencias externas que acaban no siéndolo tanto –pero esto nunca se ve en el momento, tonta del todo no soy, tal vez olvidadiza– o con zaborrillas internas –que van a estar ahí todo el rato, así que las podría dejar para el invierno– y me entretengo en lo tirando a marrón como si fuera el deber de cualquier persona responsable y me despisto del placer de pasar por debajo de los cerezos de racimos. Soy ansiosa y a la vez una hedonista contrariada. Tal vez lo primero por lo segundo.

Sin embargo, todo eso, el sol, el aroma, la sombra, la visión de las flores, el paseo, la ligereza, va generando un mapa mental. Hay zonas de la ciudad donde pondría un icono, una mujer, yo misma, uno o dos centímetros separada del suelo, sonriente y confiada. No sé a quién o a quiénes debo agradecer algunas plantaciones, pero cuentan con mi afecto. Hicieron muy bien la parte de ciudad que les tocó. Esa parte de ciudad que consuela o anima o refuerza o acaricia como si nos conociera y nos esperara.