Recuerdo cuando era chaval el revuelo que se montó cuando España entró en lo que entonces se llamaba Comunidad Económica Europea, todo aquel boato de las firmas de los tratados y a Felipe González y a Manuel Marín de principales caras de aquellos meses en los que tras apenas 10 años sin dictadura se entraba a formar parte de la Europa desarrollada, aunque no te hacía falta más que ir de Valcarlos a San Juan de Pie de Port a algún Carrefour para darte cuenta de que nos llevaban décadas de ventaja en casi todo.

Las primeras elecciones europeas en las que se votó en España fueron en 1987 y registraron una participación del 68%, la más alta con diferencia de todas las votaciones desde entonces, que ha llegado a tener porcentajes del 43% y el 44%. No creo que las del 9 de junio vayan a andar muy lejos de esas cifras levemente superando la cuarentena, porque –igual me equivoco– la sensación que tengo es de bastante desconexión tanto con la idea de Europa como con, por supuesto, la idea de las elecciones europeas como algo que sea influyente en el día a día.

Veo la lista de eurodiputados que se eligieron en 1987 y allá andan Fraga, Morán, Carlos Garaikoetxea, Barón, Punset, Arias Cañete, Pérez Royo, nombres todos ellos históricos a su manera, mientras que las nóminas actuales, sin ánimo de ofender, no movilizan ni mucho menos al electorado. La Unión Europea, inmersa en una guerra en suelo europeo y como parte activa en esa guerra diga lo que diga ofreciendo armas y dinero a Ucrania, al igual que a Israel, se enfrenta a una serie de retos económicos y sociales inmensos ante la ya clara llegada a nuestras vidas de las economías emergentes y el cada vez mayor poder de China y de todo el sur global, por no mencionar el asunto de la migración, el envejecimiento de la población o la desindustrialización. Problemas de inmenso calado que marcarán el futuro del continente.