Creo haber reconocido que vivo metido en mi propio sarcófago musical, con mis adorados vejetes y sus cientos de discos y miles de conciertos, y que sé de la música actual lo que suena en la poca radio que ponemos en casa y algo que se cuela por la televisión. No es una bandera que enarbole con orgullo, son los hechos. Posiblemente, incluso, sé que me estaré perdiendo mucha cosa buena e incluso alguna magistral.

A mi todo eso me suele pillar oyendo por décima vez consecutiva el Santa Fe de Eilen Jewell –viene de gira por España en unos días– o a John Prine versioneando el Clay Pingeons de Blaze Foley. Me pongo a bucear en cosas así y no tengo espíritu para hurgar en lo nuevo. Lo bueno es que, cuando sucede, a lo mejor exclamo, ¡mira qué buena esta de Rosalía! o ¡vaya voz Valeria Castro y vaya canción La Raíz! Pero pasa pocas veces, así que pasa que soy completamente ajeno a la música de Taylor Swift.

Pero, vamos, como lo fui a la de Rihanna, Beyonce, Coldplay y decenas de estrellas mundiales más desde más o menos 1994 o incluso antes. A mi Nirvana me pilló escuchando el The Concert 1989 de Van Morrison y su Raglan Road, aunque luego capté que Nirvana fueron buenos. Pero no me enteré a su debido tiempo y tampoco he tenido nunca la necesidad interna como de ir con el paso de los tiempos, he ido a lo que me iba llamando, si estaba en la onda bien y si no pues qué se le va a hacer. Hace, ya digo, más de 30 años que no es que no esté en la onda es que no sé ni qué onda hay, por lo que este tsunami de noticias, emoción y merchadising con la llegada de Taylor Swift me pilla completamente en fuera de juego y me limito a mirar esas colas y esa emoción como las vacas al tren, aunque me acuerdo de aquel chaval que esperaba para ver por vez primera a Dire Straits en Donosti en mayo del 92. Que lo disfruten mucho, que luego lo mismo se buscan un sarcófago como el mío.