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A la contra

Jorge Nagore

Intrusos

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Hace un par de semanas me despertaron de la siesta dos llamadas de –no hice mucho caso– dos comercializadoras de energía o de gas o de no sé qué. Si a mí me llegan a enchufar a la corriente al segundo después de colgarle al simpático y no culpable telefonista creo que hubiese generado una electricidad similar a la que se logra con el mayor salto de agua de la principal central hidroeléctrica de la península. Y eso que ni siquiera hablé con ellos, salvo el ¿quién llama?, pero el mal café que me provoca que me interrumpan cuando estás intentando cerrar un rato el ojo es sobresaliente.

Poco antes de comenzar a redactar estas líneas hemos recibido otra llamada también procedente del mismo sector de actividad, que a lo que se ve tiene vía libre y bula para practicar el terrorismo telefónico sin cortapisa alguna, puesto que yo al menos no he dado mi teléfono a nadie para que unos asaltantes de caminos traficantes de kilovatios me toquen los huevos cuando les plazca. Recuerdo cuando quien quiera se inscribía en el listín telefónico con su nombre y sus apellidos y así era presa fácil para toda clase de vendedores de crecepelo y milagros y ofertas varias, pero ahora eso ya no se estila y sin embargo no hay año en el que no recibas 15 o 20 llamadas indeseables.

Esto tengo por seguro que con sus lógicas variaciones nos sucede a casi todos y todas y todavía no tengo noticias de que haya alguna clase de legislación efectiva que persiga estas prácticas comerciales intrusivas y que deberían estar prohibidas taxativamente y que si no lo están es porque los poderes públicos no hacen su trabajo como debieran. No me llaman del ultramarinos de debajo de casa para decirme a cuanto está el tomate, pero me llaman unos piratas que en sus consejos de administración han decidido que joder al país entero es una práctica a seguir, porque les dejan. Mandan la de Dios.