El martes suben el Galibier. En el Galibier en el 93 Indurain, Rominger y Mejía se adelantaron a todos los demás favoritos y se jugaron la victoria en el sprint tras el descenso, en el que ganó Rominger a un Indurain que ese año se jugó tres etapas al sprint y no ganó ninguna, aunque luego en el Mundial les levantó la plata a varios de los mejores sprinters del pelotón. Con Indurain siempre pasó eso en los Tours que se llevó, que no ganó ninguna etapa en línea y a todos se nos quedó la duda de si no quiso o no pudo o ambas cosas. En su momento dolía. Te pegabas seis horas viendo la etapa y se la llevaba Rominger o Bruynell o Leblanc o Jaskula o Zulle o Pantani o quien fuera y sí, tu ídolo subía luego a por el amarillo, pero querías ese extra, quizá –o sin quizá– de manera algo egoísta y hasta deportivamente inconsciente. Indurain era un percherón llevando al límite su físico para poder subir aquellos puertos con rivales con 10 o 15 kilos menos de peso. Pero éramos jóvenes y pedíamos, pedíamos, pedíamos. Ahora los grandes líderes no tienen excesivo miedo en buscar etapas como locos y hasta en tiranizar al pelotón sumando victorias tanto en cronos como en línea pero muchos seguimos pensando con la mentalidad de hace 30 años, la de guardar, la que no tuvo Fignon hace 40, cuando arrasó a Hinault y a Lemond y a nuestros chicos del Reynolds y los colombianos y se hizo con 5 etapas y la victoria más amplia en la general desde ni sé. Fignon, qué corredor. El Galibier el martes. No me digan que no suena a gloria celestial, aunque lo suban por una vertiente suave. El Tour, hoy, por fin, con prácticamente los mejores del pelotón en la salida. Los días se pueden hacer largos, pero los años vuelan. Hace nada estábamos viendo a Vingegaard rendir como pocos antes y hoy comienza el espectáculo de nuevo. Tenemos la inmensa suerte de haber nacido en una época en la que hay Tour.