De cuesta a cuesta discurre el encierro. Desde la empinadísima cuesta de Santo Domingo hasta el embudo que forma la pronunciada cuesta del callejón. “Mil metros para buenas piernas”, me dijo un corredor que no pensaba en las piernas de Cindy Crawford, sino en la pendiente de esas cuestas y en los cornúpetas que aprietan por detrás.

Porque el encierro es una carrera pedestre. Ese es el problema. De lo contrario, hablaría del ruinoso Peugeot de Colombo y de las pedorreras de este coche. O de las cuestas de San Francisco y del Ford Mustang del teniente Frank Bullitt. O del Aston Martin DB5 con matrículas giratorias y metralletas que James Bond utilizó para acabar con su archienemigo Goldfinger. Y yo hablo del encierro, una carrera pedestre, insisto.

Y aún no he citado la mítica cuesta de Santo Domingo, la antigua Cuesta de los Carniceros. El inicio del encierro y una señora cuesta, sí, señoras y señores. Una cuesta cuesta. Una cuesta dura, áspera, violenta. Con curvas ligeras, con paredes que la flanquean, con su estrechamiento final. Y tampoco he mencionado la Estafeta, larguísima y repleta de balcones, que también es cuesta arriba. Y cito ahora el otro estrechamiento, el peligroso embudo del callejón, la cuesta abajo que supone el término de la carrera y un edén para los fotógrafos.

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Sí, abundan las cuestas en el encierro. Y, conforme transcurren las carreras, los Sanfermines se nos ponen cuesta arriba. Cuesta arriba económicamente, me refiero. Cuestan las copas. Cuestan los restaurantes. Cuestan las entradas de las corridas. Y cuestan los toros que corren nuestras cuestas. De hecho, la carrera más barata de los Sanfermines es, sin duda, el encierro de la villavesa. Se corre cuando ya no queda un euro en nuestros bolsillos, está fuera del programa y discurre de cuesta a cuesta.