El pasado 12 de mayo se celebraron las elecciones en Cataluña. Apenas dos horas después del cierre de las urnas, el reparto de escaños dejaba a las claras que solo la suma de PSC (42 parlamentarios), ERC (20) y Comunes (6) alcanza –sin ningún margen para la disidencia– los 68 escaños que dan la mayoría absoluta. Este reparto mandaba el mensaje a los republicanos –los grandes derrotados al perder 13 asientos de los asientos que tenían en la Cámara–, de que forzar una repetición electoral entraña más riesgos que jugar a la ruleta rusa. El recuento también ponía de manifiesto que Illa era el indiscutible triunfador y, en consecuencia, el candidato elegido por la sociedad catalana para liderar el próximo Govern. Pese a que el terreno de juego estaba definido desde la noche electoral, han tenido que transcurrir casi tres meses para acercarnos al final del enredo, al que todavía le quedan al menos un par de capítulos antes de que definitivamente se cierre este culebrón. El primero se espera este lunes, cuando la organización juvenil de ERC se reúne para decidir el sentido del voto de su única parlamentaria, que podría dinamitar el acuerdo de investidura. El segundo, sin fecha fija, es el anunciado regreso de Puigdemont, que pondrá todo patas arriba si, como parece, es detenido. Con estos antecedentes, sorprende que todavía haya quien se extrañe de la desafección que provoca la política en gran parte de la ciudadanía.
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