En unas de sus célebres encamadas, mezcla de diván colectivo y rueda de prensa, Yoko Ono declaró junto a John Lennon en Ámsterdam que, si hubiera sido una chica judía en el nazismo, se habría aproximado a Adolf Hitler para convertirse en su novia. Tras diez días retozando, añadió, él se acercaría a la forma de pensar de ella. Remató ese optimismo a posteriori, o tremenda frivolidad, afirmando que el mundo necesita comunicación, y que hacer el amor es una estupenda forma de comunicarse.
Corría 1969, apenas faltaba un año para que los tortolitos fabularan un paraíso - Imagine there’s nothing to kill or die for…-, y una década para que Mark David Chapman matara al músico y segara su sueño - You may say I’m a dreamer…-. Más tarde un periodista preguntó a la viuda si ya había perdonado al asesino de su marido. Le mencionó a Juan Pablo II, quien sólo esperó dos años para visitar a Ali Ağca en la celda y perdonar su intento criminal. Cuentan que Yoko Ono respondió a lo Mari Trini: Yo no soy esa que tú te creías, la paloma blanca que te baila el agua. En cinco palabras: Yo no soy el Papa. Así que de follar con el tal Chapman ni hablamos, supongo. Que lo redima la cárcel.
Recuerdo aquello cada vez que un bienhechor en cuerpo ajeno sugiere, pide, casi exige a las víctimas que perdonen a los verdugos, incluso tachándolas de rencorosas y crispantes por dudar o negarse a hacerlo. Porque una cosa es la legalidad coyuntural que toca respetar, y otra muy distinta ese dolor devenido estructural, íntimo y profundísimo. Sin su explícito permiso ahí no debe entrar ni dios, ni en mayúscula ni en minúscula. Que bastante tienen con lo que no tienen.