Observo un lento proceso de vaciado en los cementerios que he visitado recientemente. En los últimos sepelios, me ha llamado la atención la cantidad de nichos desocupados y los numerosos panteones invadidos por la hojarasca.

El entierro, la operación de descolgar un féretro y cubrirlo a paladas acompañadas del sonido que provoca la tierra al golpear en la madera, de ese rozar de las cuerdas cuando sueltan el ataúd como quien desata las amarras de un barco en su última singladura, esa tradición milenaria ha caído en desuso. Los tiempos traen cambios incluso para algo tan inalterable como la muerte y ahora la incineración es el proceso mayoritariamente elegido por las familias (en un 83,7% de las defunciones en Pamplona): es más práctico, más higiénico y no tensiona el terreno de un saturado camposanto. Porque la ciudad de los muertos en las grandes poblaciones es una cosmópolis que creció casi al mismo ritmo de las urbanizaciones del extrarradio, o más, en los periodos de crecimiento vegetativo de la población. Las primitivas tapias del camposanto caían como las murallas que dejaban paso a los nuevos ensanches.

Como los alquileres, algunos espacios de los cementerios tienen fecha de renovación; un funcionario del ayuntamiento informa con antelación de que si no estás al corriente de pago, los huesos de los allegados serán desahuciados y eso no hay quien lo pare. Porque, aunque suene raro, hay muertos que también se quedan sin familia, abandonados, con las lápidas que les cubren cubiertas de polvo, con las inscripciones de moldes mutiladas como la dentadura de un enfermo de periodontitis, sin flores el 1 de noviembre. No hay más soledad que la de un sepultado al que nadie recuerda. Ante esa tesitura, entiendo que muchos pidan que sus cenizas sean lanzadas al viento para acabar fundiéndose con la tierra, las plantas o el agua.

Dejar, de esta manera, que los restos habiten solo en la memoria hasta donde alcancen las generaciones o todo lo que resistan las fotografías. Los cementerios se irán quedando vacíos o readaptando su espacio para columbarios donde alojar las pequeñas urnas, ese minimalismo post mortem de paredes convertidas en un mosaico necrológico.