Un coche negro de diseño británico, un Daimler, faros circulares, clase, estilo, circula por una carretera sinuosa a demasiada velocidad. Tras salir de una curva, desde el punto de vista del conductor descubrimos una roca sobre el asfalto, un mamut de piedra. El coche apura los 145 km/h. El impacto frontal es espectacular. La parte trasera del vehículo se eleva y el coche se desmembra como un corzo bajo un hacha. Nos asomamos al abismo del conductor, casi sabemos lo último que pensó y sintió. Entonces la imagen se congela y se rebobina. Las piezas del coche se ensamblan, el vehículo se despega de la roca y lo vemos recorrer hacia atrás la carretera. Un Paco Costas que quiere ser Steve McQueen con su cazadora de aviador de piel marrón, su suéter de cuello alto color hueso y su mandíbula marcada, imparte educación vial para prevenir accidentes. La segunda oportunidad. Me impactaba ver la careta de este programa de TV sentada sobre el parqué. Yo tenía seis, siete años, terminaban los 70 y aún no sabía nada de segundas oportunidades.

Esta semana he conocido la historia de un chico que sí sabe algo. En un curso pasó de las muy buenas notas a flaquear. El siguiente, repitió. Malas compañías, ese cliché. Tan real, también. A propuesta de la dirección del instituto, una expulsión suavizada, su madre lo llevó a un Centro de Inserción Profesional. A él le pareció bien. Pero tras gastar una broma excesiva a un compañero, decidieron expulsarlo. Otra vez. Nos asomamos al abismo. Casi sabemos lo que piensa y lo que siente. Entonces aparece un orientador que realmente lo es. Habla con este chico y le escucha de verdad, descubre que es inteligente, que se interpreta bien, que está muy conectado con sus sentimientos y lo que le ocurre. Y empiezan a trabajar juntos. Las piezas se ensamblan, la imagen se rebobina y el chaval vuelve a un punto en el que la oportunidad existe. Busca un trabajo, otro, otro más, y termina montando un pequeño negocio a los veintipico años. El suyo. Ojalá más segundas oportunidades.